Barcelona desaprovecha grandes y singulares edificios en pleno centro. Este era el titular de un amplio reportaje con el que ayer abrió sus páginas la sección Vivir. En él se desgranaba una lista de importantes edificios barceloneses que, desde hace años, permanecen con sus puertas cerradas, a la espera de un nuevo uso. Es decir, de edificios que, lejos de contribuir a la vitalidad urbana, la menoscaban con su inactividad.
En tanto que entidad esencialmente dinámica, donde los operadores van relevándose y los edificios pueden llegar a renovar cada tanto sus funciones, la ciudad es un ente en crisis permanente, sujeto a sucesivos cambios y en constante transformación. Eso no tiene nada de malo, al contrario, puesto que es expresión de su vitalidad. Pero no es menos cierto que algunas de esas renovaciones, y en particular las que afectan a edificios relevantes, se demoran en ocasiones excesivamente, y que eso tiene un efecto negativo no solo sobre los edificios afectados, sino también sobre el conjunto de la ciudad.
Un paseo por el centro de Barcelona permite establecer una relación de esos edificios, que ahora sobreviven de cualquier manera, a menudo deteriorados y carentes de función, y que, según acumulan años en esta circunstancia, contribuyen al deterioro de la ciudad. Algunos de ellos disfrutan ya de un plan de renovación y reutilización, que se implementa con mayor o menor celeridad. Otros, por el contrario, llevan años e incluso decenios en un estado de progresivo abandono, que lesiona su historia y reduce el tono de la ciudad, independientemente de si son de propiedad pública o privada.
Barcelona no puede permitirse infrautilizar algunos de sus edificios más emblemáticos
Las razones por las que un edificio singular entra en una vía muerta son diversas. En ocasiones, como ocurre con locales de cines, perjudicados por una audiencia a la baja, la causa tiene que ver con vigencias sociales, como puede ser el buen momento de las series televisivas y la consiguiente merma del público cinematográfico. Otras veces tiene que ver con las estrategias de determinados operadores inmobiliarios privados, que adquieren un edificio con el propósito de renovar sus usos y, antes de que consideren que se dan las condiciones adecuadas para ello, admiten que pueden transcurrir decenios. Y en otras ocasiones, como es el caso de las grandes estaciones ferroviarias, levantadas en otras épocas, que hoy han perdido gran parte del tráfico que tuvieron, las razones son de índole sentimental, o simbólica, porque los operadores se resisten a ceder estos equipamientos para nuevos usos, convencidos de que no deben renunciar a ellos.
Son razones comprensibles. Pero que chocan con una realidad superior: la ciudad es un organismo vivo, particularmente sensible a los cambios de costumbres, a las nuevas vigencias sociales. Si una ciudad aspira a mantener su competitividad en la escena global, es totalmente imprescindible que tenga la habilidad para transformarse y para adaptar sus equipamientos a los nuevos requerimientos colectivos.
A menudo los ciudadanos lamentan que determinados edificios estén vandalizados, cubiertos de pintadas, en condiciones de conservación muy precarias. O que, tras caer en desuso, sean ocupados por colectivos marginales, que a efectos prácticos los enajenan a sus legítimos propietarios. Esos lamentos son comprensibles. Pero también es cierto que este tipo de situaciones no se daría si los edificios estuvieran en uso.
Una sociedad en transformación genera de continuo nuevas necesidades
No ha de ser muy difícil hallar esos nuevos usos. La lista de déficits inmobiliarios suele ser larga en todas las grandes ciudades. Barcelona no es, en este sentido, una excepción. Conviene por tanto multiplicar esfuerzos para acometer estas reformas, de tal suerte que se evite el deterioro del parque construido, y en particular de no pocos edificios de notable dimensión y emblemáticos, y al tiempo se atiendan las nuevas necesidades que genera una sociedad en constante transformación.
Los recursos económicos disponibles para estas operaciones son con frecuencia insuficientes. Ahí radica uno de los problemas mayores. Pero eso no pone en tela de juicio su necesidad. Una ciudad como Barcelona, siempre tan atenta al vigor de la trama urbana y a su mantenimiento, no puede permitirse asistir impertérrita al deterioro de algunos de sus principales edificios. Conviene redoblar esfuerzos para evitarlo. Porque, en buena medida, la ciudad que tolera huecos de actividad en algunas de sus principales construcciones está menguando su capacidad y abonando su declive.