
Por momentos parece que uno avanza entre el olvido y la belleza. La Ruta Nacional N° 3, entre Comodoro Rivadavia y Caleta Olivia, no está hecha solo de asfalto y baches: también la componen la estepa rendida ante el mar, los muros de roca tallados por el viento y un horizonte que parece no terminar nunca.
La ruta 3, la segunda más larga de la Argentina -luego de la 40-, atraviesa cinco provincias: Buenos Aires, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. Pero vamos a recorrerla por la Patagonia.
Hay rutas que se cruzan sin pensarlo, con la radio encendida y la cabeza en otro lado. Pero en el sur, esta no. Esta pide pausa. Pide mirada. Pide ventanas bajas aunque el viento sople de costado. Porque a veces en esta franja sur del país lo que duele se compensa con lo que maravilla.
Al entrar en la Patagonia, atrás queda Carmen de Patagones, con sus calles empedradas y faroles antiguos que murmuran historias de 1779, cuando la fundaron. Desde lo alto, el casco histórico parece dormido, ajeno al tiempo, mientras del otro lado del puente, Viedma despliega su silueta más urbana, más despierta.
Al cruzar ese río, se cruza algo más que una frontera geográfica, es el umbral simbólico de la Patagonia argentina, ese sur mítico donde la ruta se estira como una línea recta sin final y el cielo parece bajar más cerca.
En El Cóndor, 30 km al suroeste, el río Negro entrega sus últimas gotas al mar. Un faro observa desde el acantilado, y el viento dibuja arabescos en la arena. Pero el viaje no es por la ruta 1 que serpentea pegada al agua, sino por la 3, esa madre de caminos que corta la estepa como un tajo silencioso.

La rotonda donde se bifurca con la 251 es un punto de decisión. A la derecha, el Atlántico. A la izquierda, el sur. Y al sur seguimos. Las Grutas nos recibe con su título reciente: mejor playa de la Argentina. El mar ahí no ruge, más bien arrulla. Ideal para una noche de descanso, una cena con pescados frescos y el cuerpo aflojado por el salitre.
La estepa retoma su protagonismo tras el descanso. Ciento veinte kilómetros de líneas rectas, arbustos bajos y guanacos que cruzan sin aviso. En Sierra Grande, el hierro marcó la vida. Minas abiertas, minas cerradas, pueblos que agonizan y resucitan. En Playas Doradas, a 30 km, la arena chispea con reflejos minerales bajo el sol del mediodía.
El cruce del río Verde anuncia el ingreso a Chubut. Otros 120 kilómetros planos, con el viento como compañía incesante. El paisaje cambia al doblar hacia el istmo Carlos Ameghino.
La Península Valdés se abre como un santuario natural, y en Puerto Pirámides, las ballenas francas australes danzan en el agua entre mayo y noviembre. Es imposible no emocionarse: un lomo negro emerge, cae, salpica, y uno se siente diminuto ante tanta magnificencia.

De ahí, a Puerto Madryn, con su cara cosmopolita frente al golfo Nuevo. Hay ballenas, sí, pero también delfines, lobos marinos, kayak, snorkel, historia galesa y buceo. El mar, acá, se vive. Y se respira.
Trelew queda a unos 60 km por una autovía que, como tantas otras obras en el sur, está “casi terminada”. El Museo Egidio Feruglio parece salido de Jurassic Park, con sus esqueletos de dinosaurios y su rigurosidad científica. A unas cuadras, el Touring Club mantiene intacta su pátina de otro siglo: paredes altas, ventanas de guillotina, y el eco de los pasos de Saint-Exupéry y Fangio.
Desde aquí, se pueden hacer dos escapadas: hacia Gaiman, para tomar el té galés donde lo hizo Lady Di, o hacia Playa Unión, donde los barcos pesqueros traen productos del mar recién salidos del Atlántico.
Después, la ruta 3 vuelve a ponerse seria. Recta, desolada, con el viento azotando los laterales del auto y la música volviéndose en ruido blanco. Pero hay recompensas: a la izquierda, Punta Tombo explota de vida. Pingüinos por millas, por millones. Caminen entre ellos con respeto. Ellos son los dueños del lugar.
Y de ahí, más sur. Camarones es un susurro de pueblo que guarda tesoros: la casa donde vivió el niño Juan Domingo Perón, un almacén de 1901 aún en pie, historias que se conservan como botellas selladas por el tiempo.

Desde allí parte la “Ruta Azul”, un corredor costero que huele a sal y conserva secretos como Bahía Bustamante, un lugar que parece inventado: algas, mar, piedras rojas, flamencos y estrellas de mar.
Finalmente, la ruta baja como un tobogán de meseta hacia Comodoro Rivadavia, capital petrolera, donde el viento y el crudo son parte del ADN local. El cañadón Ferraris obliga a tomar el volante con firmeza: las curvas son cerradas, los camiones pesados y el horizonte ya anuncia la última etapa de este viaje.
Apenas uno deja atrás Rada Tilly, con sus casas impecables y su playa extensa que en verano se vuelve desfile de sombrillas y risas, la ruta ofrece la primera tentación: la tranquera de «Los Vagones». No dice mucho desde afuera, solo madera y polvo. Pero del otro lado, más allá del alambrado, hay un sendero de dos kilómetros que termina en dos vagones detenidos en el tiempo, abrazados por la vegetación baja y los silencios largos. Es el sur: todo está cerca y lejos al mismo tiempo.
Después llega «la Bajada de los Palitos». Desde arriba, se ve como un parche dorado en la costa. En verano, ahí se arma otro país: familias enteras con reposeras, motos que rugen entre los médanos y fogones que arden hasta la madrugada. Pero en abril, cuando el viento vuelve a ser dueño, solo quedan las marcas en la arena y alguna garra de leña quemada.
Unos kilómetros más y aparece la postal de «La Herradura», ese país privado donde las mansiones miran al mar con una mezcla de orgullo y reclusión. Desde la ruta uno espía, sin poder entrar, esa escena de privilegio que parece de otro mundo. Pero acá todo convive: las casas y los pescadores, los autos 4×4 y las bicicletas con alforjas.
En el puesto «Ramón Santos», donde Santa Cruz y Chubut se dan la mano entre banderas y viento cruzado, la historia se vuelve otra. Un policía asesinado en 1961 le da nombre al lugar. Hoy, su memoria se mezcla con el tránsito lento de los camiones y las charlas cortas entre mate y mate.

A pocos metros, Playa Bonita , o Los Límites, como le dicen los que la conocen de toda la vida, se abre como un manto de arena inmenso, sin más compañía que el mar. A veces hay pescadores. A veces hay silencio. Siempre hay viento.
En Punta Maqueda (o Punta Peligro, según la voz popular), la ruta se curva como si dudara. Es el punto más alto y, también, uno de los más fotografiados. Desde ahí se ve todo: el mar a un lado, el ripio que baja del otro, el tiempo detenido en una curva cerrada que obliga a reducir la marcha, pero también a abrir los ojos.
Más adelante, tras una bajada abrupta, aparecen La Tranquera y Acina, en la Bahía del Fondo. No están señalizadas. Uno tiene que saber o adivinar. Pero quien llega, se encuentra con playas finas, ideales para deportes náuticos o simplemente para estar. Respirar. Mirar. Deja que el sur haga lo suyo.
Y si uno tiene suerte o espíritu inquieto, puede trepar al cerro Pan de Azúcar. Son 120 metros de elevación con techo plano y una vista panorámica que paga cada paso. Desde arriba, la ruta es una cicatriz negra entre la estepa y el mar.
Hay ruinas también. Porque el sur tiene memoria. Están las de La Lobería, un antiguo boliche y fábrica de aceites a partir de la grasa de lobos marinos y ballenas. En los 20, eso era progreso. Hoy es historia oxidada que resiste junto a pescadores que llegan cada tarde con sus cañas y su esperanza. Ellos saben que ahí el mar guarda secretos y tiburones.

Y hablando de tiburones, casi llegando a Caleta Olivia, la Laguna de los Patos parece un escenario de película. Piedras grandes, agua turquesa y leyendas de pesca como la de Julio Molina, que sacó uno de 2,40 metros. No es un cuento: hay fotos. Hay testigos. Hay mar.
La Ruta Nacional N° 3 en este tramo no es solo una línea entre dos puntos. Es un relato de contrastes: asfalto agrietado y paisajes inolvidables. Y uno, que pasa por ahí, se vuelve también un poco parte del paisaje.