Yo no creo en eso del mejor amigo del hombre. Ni que uno lo quiere por su fidelidad indeclinable. Me parece que uno ama a su perro porque es transparente y no conoce la hipocresía. Tengo un Beagle, Milo, que me ha robado comida, me ha ladrado si lo quiero bajar de una cama en la que decidió dormir, me ha “obligado” a jugar con una soga cuando estaba trabajando. Pero nunca ha intentado mostrar lo contrario a lo que desea: terco, lucha por lo que quiere y cuando quiere con una ingenuidad que no es humana, por supuesto. No conoce el doble mensaje ni la lectura entre líneas.
¿Y su alegría? Claro que yo he estado (seguramente) tan feliz como él más de una vez pero no me pongo a dar vueltas, a bailar, a mover la cola como un ventilador, a subirme sobre otras personas. Uno traduce la alegría en gestos y palabras pero bastante medidas. El perro no, los términos sutiles no van con él.
A veces decimos que nadie nos recibe con esa explosión de inmensidad cuando uno llega a casa a la noche. O su rostro de tristeza y abandono totales cuando salimos sin él. Eso es sinceridad, eso genera empatía, eso es vínculo.
Algo que no deja de conmoverme es su sentido de manada… con nosotros. Si mi hijo mayor lo intenta sacar a la noche sin mí -paseo que solemos hacer juntos- se para frente a mi escritorio y no se mueve por nada del mundo. Le explico, obvio, que ese día no puedo ir porque debo terminar una crónica. No entiende, obvio, y sigue ahí tieso hasta que me paro y los acompaño.
Es curioso lo poco que necesita. Más allá de agua y comida le alcanza con “estar”. Si vemos una película se tira primero en el piso y luego, haciéndose el desentendido, se sube al sillón que no debe. Ahí se va adormeciendo, acompañado. Ese parece ser su nirvana. Aunque miento: hay algo que aún le tienta más. Salir en familia. Caminar y correr todos con él por un parque es el colmo de felicidad. Su cola no deja de moverse. Explora el mundo con los que quiere, no pide más.