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lunes, abril 28, 2025

La política exterior argentina frente al declive hegemónico de EE.UU.

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El gobierno de Javier Milei repite un error estratégico similar al de la Argentina de la década de 1930, cuando el país ató sus destinos a una Gran Bretaña declinante. En efecto, quienes conducen actualmente los destinos externos del país abrazan acríticamente todo lo que surja de Donald Trump, aunque ello conlleve los cambios de posición más inverosímiles. Esta subordinación a Washington no tiene parangón en nuestra historia y expresa, además, una lectura insustancial del escenario estratégico global, en el que los Estados Unidos atraviesan un gradual –pero sostenido– proceso de declinación hegemónica.

De Roca-Runciman a Milei. En mayo de 1933 se consumó el “tratado Roca-Runciman”, suscripto por el vicepresidente, Julio A. Roca (hijo), y el encargado de negocios británico, Walter Runciman, a través del cual Londres se comprometía a continuar comprando carnes argentinas, siempre y cuando su precio fuera inferior al de los demás proveedores mundiales. Como contrapartida, la Argentina aceptaba liberar los impuestos que pesaban sobre los productos británicos y se comprometía a no permitir la instalación de frigoríficos nacionales. En paralelo, se definía la creación del hoy vituperado Banco Central de la República Argentina (BCRA), en cuyo directorio tendría lugar una importante presencia de funcionarios ingleses.

La misión de Roca –resultado de las presiones de la Sociedad Rural (SRA) sobre el gobierno de Agustín P. Justo– constituyó el último intento del colaboracionismo periférico argentino por sostener la ficción del “imperialismo británico de libre comercio”. Una estentórea frase pronunciada por Roca pasaría a la historia como paradigma de la vocación de sujeción al declinante poderío británico: “La Argentina es, por su interdependencia recíproca desde el punto de vista económico, una parte integrante del imperio británico”.

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Detrás de esta frase anida un asunto de potenciales enseñanzas para la actual política exterior argentina: la decisión de atar el destino nacional a una potencia en declive, sin advertir adecuadamente la envergadura de los cambios en curso en el sistema de poder mundial.

El triángulo Gran Bretaña-Estados Unidos-Argentina. Mario Rapoport y Carlos Escudé abordaron con detenimiento la relación triangular entre Gran Bretaña, Estados Unidos y la Argentina entre fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Sin adentrarnos en las complejidades de los vínculos triangulares y en las variables que los constituyen, conviene detenerse en cierta información significativa para este artículo.

Al iniciarse el siglo XX una parte importante de las inversiones británicas tenía como destino a la Argentina. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918), los Estados Unidos –que ya eran una potencia industrial en auge– se erigieron como el principal poder financiero global, proyectándose en las siguientes tres décadas como el más importante cliente y proveedor de la Argentina; y reemplazando a Europa como fuente de capitales.

El ascenso de los Estados Unidos y el declive británico durante la primera mitad del siglo XX se expresan, por ejemplo, en la evolución del comercio exterior y en la participación en la producción manufacturera mundial. Mientras en 1870 las exportaciones mundiales de los Estados Unidos representaban el 7,9% del total, las británicas ascendían al 18,9%. Siete décadas más tarde, la participación estadounidense había crecido sustancialmente (13,5% en 1938) frente a un significativo descenso de las exportaciones británicas (10,8%). Por otro lado, la participación del Reino Unido en la producción manufacturera mundial fue del 31,8% en 1870 frente a un 23% de los Estados Unidos. Seis décadas después, la cuota británica cayó a una tercera parte (9,4 % para el período 1926-1929), en tanto la estadounidense casi se duplicó (42,2% para el mismo período).

También la situación del flujo de capitales contribuye a tomar dimensión de la envergadura del cambio. En 1913 las inversiones británicas representaban el 59% del total de las inversiones extranjeras en la Argentina, mientras las norteamericanas constituían solo el 1%. Cuatro décadas después, las estadounidenses se habían multiplicado exponencialmente (30% del total en 1955), en tanto las británicas se habían reducido a una tercera parte (21%).

Con este trasfondo, la mayor parte de los países del continente –entre ellos, Brasil– iniciaron el proceso de desapego imperial con el Reino Unido, dejando atrás la relación privilegiada con Londres y forjando un nuevo tipo de vínculo con los Estados Unidos. Sin embargo, nuestro país tomó un rumbo divergente. Según Rapoport: “En el decenio de 1930, la Argentina reforzó sus relaciones con Europa, y sobre todo con Gran Bretaña, con un costo importante: el de malquistarse con el país del Norte en numerosas ocasiones en el ámbito internacional”.

Es este el contexto en el que se produjeron algunos hechos simbólicos que desembocaron en el pacto Roca-Runciman. Así, en 1926 el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos estableció un embargo que incluía a las carnes argentinas. Al año siguiente, el editorial del 1° de enero de los anales de la SRA llevó por título “Comprar a quien nos compra”, y su objetivo era apuntalar la relación preferencial con la declinante Gran Bretaña. La estación final de este itinerario fue el mencionado pacto Roca-Runciman.

El triángulo Estados Unidos-China-Argentina. Así como hemos sugerido la lectura de los trabajos de Rapoport y Escudé, recomendamos el ensayo colectivo de Mónica Hirst, Roberto Russell, Ana María Sanjuan y Juan Tokatlian (“América Latina y el Sur Global en tiempos sin hegemonías”) para adentrarse en las complejidades del actual triángulo Estados Unidos-China-América Latina, y de este modo extraer conclusiones útiles para el caso argentino.

El texto de Hirst et al nos permite llevar adelante el ejercicio de reflejar el contexto global vigente en materia de distribución del poder, a la vez que enfatizar aquellas particularidades del triángulo actual que lo tornan diferente del que compartían Londres, Washington y Buenos Aires hasta entrada la década de 1940.

Empecemos por el último punto: tal como sostienen los autores, estamos ante “una circunstancia inédita y sui géneris de doble dependencia de dos competidores estratégicos globales con paridades relativas de poder, una situación que nunca se dio en el circuito triangular América Latina-Estados Unidos-Europa Occidental”. En otras palabras, la situación de los Estados Unidos –al margen de su progresiva declinación hegemónica global– continuará siendo la de un gran poder con incidencia decisiva en la región, lo que no se corresponde con el ocaso que experimentó la preponderancia británica en la primera mitad del siglo XX.

En cuanto al contexto global, la actual conducción de la política exterior argentina debería tomar nota de que su vínculo triangular con Washington y Beijing se inscribe, siguiendo la clásica descripción de Robert W. Cox, en un “orden no hegemónico”. Es decir, un orden cuyos rasgos salientes son la alteración de las reglas del juego, el avance del proteccionismo y la desestabilización de los balances estratégico-militares.

Este orden no hegemónico refleja, a su vez, una bipolaridad incipiente entre Washington y Beijing, con los Estados Unidos aún predominando en el plano estratégico-militar, pero con una estructura económica que refleja el traspaso del poder y la riqueza de Occidente a Oriente, con eje en China. Esta dinámica viene generando, a su vez, externalidades en la región sudamericana, un área históricamente sujeta a la influencia estadounidense pero que actualmente exhibe las características de una “periferia penetrada” –el término pertenece a Roberto Russell– por la creciente incidencia geopolítica de China.

Beijing ha consolidado el segundo presupuesto militar más alto del planeta. Al finalizar la Guerra Fría, representaba el 1% del gasto militar mundial frente al 44% de los Estados Unidos. En 2023 esa brecha se redujo, con Washington alcanzando el 37,5% frente al 13% de China. En paralelo, la redistribución del poder en el campo económico es una tendencia de fondo.

Al iniciarse la década de 1980, los Estados Unidos multiplicaban por 12 las exportaciones chinas, mientras que dos décadas más tarde Beijing registra ventas externas por un valor de casi el doble de las norteamericanas. Por su parte, la evolución de las reservas muestra que mientras en 1980 China registraba un total (oro incluido) del 5% de las reservas estadounidenses, un cuarto de siglo después las estadounidenses constituyen el 15% de las chinas.

La trascendencia de estas transformaciones en el orden global tiene su correlato en el plano nacional. Hoy China es el segundo socio comercial de la Argentina por detrás de Brasil. En 2023, la República Popular representó el 8% de las exportaciones argentinas y el 20% de las importaciones. En materia de inversiones, los acuerdos alcanzados con Beijing –antes de la asunción de Milei– englobaban financiamiento por 14 mil millones de dólares bajo el mecanismo del Diálogo Estratégico para la Cooperación y Coordinación Económica (Decce) y un paquete adicional de 9.700 millones de dólares en el marco de la adhesión argentina a la Iniciativa de la Franja y la Ruta.

Ante un escenario de estas características (no hegemónico e incipientemente bipolar en el plano global, y de doble dependencia de competidores con paridad relativa de poder en el plano regional), la peor estrategia para nuestro país es el alineamiento dogmático.

Desde la postal de un presidente camuflado accediendo a las presiones del Pentágono para frenar inversiones chinas –en ocasión de la visita a Tierra del Fuego de la generala de cinco estrellas del Comando Sur, Laura Richardson– hasta el “si te he visto no me acuerdo” propinado a Volodimir Zelenski –relación que pasó del abrazo interminable de enero pasado en Davos a la abstención en febrero en las Naciones Unidas a la hora de votar una resolución que le exigía a Rusia retirar sus fuerzas militares del territorio ucraniano–, la política exterior argentina exhibe niveles de improvisación muy preocupantes.

En breve, no se trata ni de un pragmatismo extremo ni de malas lecturas de la redistribución del poder global –como podía achacárseles a quienes en la década de 1930 se abrazaron con Walter Runciman para sostener los últimos vestigios de la Argentina conservadora–, sino de un grupo que sigue atrapado en una escenografía de tres décadas atrás, como si estuviéramos ante la reciente caída del Muro de Berlín y el auge de la unipolaridad estratégica global de los Estados Unidos.

*Doctor en Ciencias Sociales (UBA).

Magíster en Estudios Internacionales (UTDT)

Redacción

Fuente: Leer artículo original

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