Héctor Moita abre la puerta de su casa del pequeño pueblo de Bonifacio (Buenos Aires). Mientras acomoda distintos recuerdos, prepara el mate para convidar.
A medida que pasan los minutos, el hogar se va transformando en un museo de Malvinas, aunque lo más llamativo se encuentra en el patio: una balsa que perteneció al crucero General Belgrano, igual a la que le sirvió para salvarse y esperar el rescate.
La tiene en el jardín de su casa, junto a otros objetos. Y durante tres horas, sin tapujos, repasa su experiencia a bordo del barco que, hace 43 años, fue hundido en la Guerra de Malvinas.
De la colimba a la guerra, un camino inesperado
Era 1978 y Héctor Moita tenía tan solo 18 años. Sabía que pronto, además de poder ver el Mundial de fútbol, posiblemente tendría que hacer el servicio militar obligatorio.

En mayo, el Ejército realizó el sorteo y el joven quedó seleccionado. Así, recorrió los 250 kilómetros que separan Bonifacio de la Base Naval Puerto Belgrano, en Punta Alta, para sumarse a la prueba militar.
Al llegar, contó que sus padres estaban separados y que tenía a cargo a su hermano y su mamá. Ante ello, las autoridades le dijeron que regresara, ya que, por ser “sostén de familia”, temporalmente estaba exceptuado de hacer el servicio.
Pero en 1981 lo llamaron para establecerse en la Base y cumplir con su deber. El destino lo había reservado para que fuera parte de la generación que iría a Malvinas.
Sin embargo, en ese momento, no imaginaba que habría una guerra. Se sumó contento a las pruebas, y esa felicidad aumentó al enterarse que se formaría en la Armada e iba a conocer el mar.

Pero aquella experiencia no terminaría como había pensado. El 28 de marzo de 1982, los jóvenes que cumplían con el servicio recibieron una noticia inesperada.
“Se acercó un buque y vimos que empezaron a subir soldados. Preguntamos qué pasaba, y nos dijeron que se había armado el conflicto en Malvinas”, recuerda.
Ese día partió la tripulación de la “Operación Rosario”, el plan de la dictadura militar para recuperar Malvinas, que se concretó el 2 de abril.

El conflicto se convirtió en guerra e Inglaterra mandó sus barcos. En tanto, 1903 soldados argentinos aguardaban en la Base, listos para entrar en combate. Serían parte de la tripulación del crucero General Belgrano, que estaba en reparación, y entre ellos estaba Héctor Moita.
Finalmente, el 16 de abril, el Belgrano zarpó. Al contrario de lo que se cree, su misión no era combatir en Malvinas, sino contrarrestar un potencial ingreso de los ingleses por el Pacífico.
El crucero se dirigió hacia la Isla de los Estados, cerca de Tierra del Fuego. Desde allí patrullaría la zona en busca de presencia enemiga.
El 22 de abril arribó al puerto de Ushuaia, donde estuvo dos días. Los tripulantes no suponían que sería la última vez que el barco tocara tierra.

Sobrevivir al ataque
En respuesta a la operación argentina, el Reino Unido había enviado una flota de 108 buques. Entre esas naves estaba el submarino Conqueror.
El 1° de mayo, el Conqueror había divisado al Belgrano, que se encontraba en la cuenca de los Yaganes, un espacio oceánico contiguo a Tierra del Fuego.
El comandante dudaba en atacar: el crucero estaba fuera de la zona de exclusión y podría tratarse de un crimen de guerra. Pero al consultar con Margaret Thatcher, primera ministra, la orden fue contundente: «¡Húndanlo!»
A Héctor Moita le había tocado desempeñarse como mozo de las autoridades y, por ello, recuerda que el ataque lo sorprendió mientras preparaba café.
“Estaba calentando el agua en un jarro, que se me cayó encima de la pierna. Creí que me había quemado, pero por suerte no”, relata.
Alrededor de las 4 de la tarde del 2 de mayo, el submarino había disparado tres torpedos, y dos de ellos impactaron en el Belgrano.
El caos reinaba en el barco: soldados corriendo, gritos de dolor. Los comandantes intentaron salvar la nave, pero pronto ordenaron el abandono, por lo que los tripulantes fueron en busca de las balsas de rescate.

Héctor, a quien a diferencia de otros excombatientes le hace bien hablar, no omite detalles sobre lo que pasó en la balsa idéntica a la que ahora conserva en su casa como un trofeo: “Íbamos veinte personas, dos de ellas quemadas. Como hacía 20 grados bajo cero, nos orinamos encima para tratar de calentarnos y sobrevivir”, dice, mientras infla una balsa igual a las de entonces.
Decenas de botes flotaban en la inmensidad del Atlántico, en medio de olas de 15 metros y vientos de 170 kilómetros por hora.
Para contrarrestar la tempestad, los soldados ataron las balsas entre ellas, mientras que en su interior sólo quedaba rezar —tenían una biblia— y esperar el rescate.
A los pocos minutos, fueron testigos del hundimiento definitivo del Belgrano. “Se sumergió de repente y atrajo a los objetos que estaban cerca, entre ellos las extremidades de algunos compañeros”, rememoró Héctor con tristeza.
36 horas después llegaría su salvación: pudo ver un avión que hacía movimientos, en señal inequívoca de que los habían avistado. Más tarde, llegó el buque Gurruchaga, que lo llevó de nuevo al continente.
Moita volvió al pueblo y rehizo su vida. No tuvieron la misma suerte los 323 soldados que murieron en el ataque —23 en las balsa— ni los que, más adelante, se suicidaron por el trauma.
En sus reflexiones finales, Héctor asume que, en el caso de que le tocara repetir la experiencia, no intentaría salvarse: “Me iría a pique con el barco, en honor a la Argentina”.
Maestría Clarín/Universidad de San Andrés
SC