18.1 C
Buenos Aires
domingo, mayo 4, 2025

Mundos íntimos. Mi hermanito sufrió muerte súbita. Yo hoy quiero ser madre y me cuesta no tener miedo de que pase algo similar.

Más Noticias

Según el diccionario, la memoria es la capacidad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado. La palabra pasado proviene del verbo latino passare, passus, poner un pie adelante. Mi adolescencia tuvo que ver sobre todo con poner un pie adelante, lo más alejado posible de un recuerdo incómodo que la memoria seleccionó como un casete que se traba en una sola imagen. En mi caso, ese recuerdo es el de mi hermano de dos años muriendo una y otra vez.


Mirá también

Mirá también

Protagonistas de nuestra historia

Protagonistas de nuestra historia

Hace dieciocho años, en la madrugada de un domingo caluroso de febrero, Nicolás, el ante último de ocho hermanos, dejó de respirar. Tenía un año, diez meses y veinte días. Con trece años yo era la segunda más grande de una familia ruidosa de muchos niños, especialmente bulliciosa en los eneros y febreros de vacaciones escolares, donde todos convivíamos en una misma casa situada en Benavídez. La muerte llegó cuando dormía en su cuna, ese espacio seguro donde los padres depositan a sus niños cada noche, donde ya casi nadie agradece por los nuevos días en los que sí despiertan.


Mirá también

Mirá también

La pérdida de un hijo en el cine

La pérdida de un hijo en el cine

Muerte súbita, dijeron. Y agregaron algo así como “músculo del corazón mal desarrollado”. Nos explicaron que era algo impredecible, que las posibilidades eran aleatorias. Que lo que le había pasado a mi hermano podía ocurrirle tanto a un niño mientras dormía como a alguien de veinticinco años al caminar por la calle. Se trataba de una situación donde para mi hermano poner un pie adelante se había vuelto un riesgo de muerte inminente, aunque en ese entonces no lo sabíamos.

Juntos. Delfina Orlando con Nicolás en brazos junto a sus hermanos cuando todo era felicidad.Juntos. Delfina Orlando con Nicolás en brazos junto a sus hermanos cuando todo era felicidad.

Esa mañana yo era la única despierta entre mis hermanos. Recuerdo que acompañaba a mis padres mientras ellos recorrían la casa ordenando los desperfectos típicos de un hogar con muchos hijos. Eran esas épocas donde las casas con jardín pasaban a ser colonias de verano, siempre con algún primo o amigo durmiendo entre almohadones en el piso.

Mientras desayunaba cereales esperando a que mi abuelo me pasara a buscar para nuestro paseo semanal, fui testigo del instante en que la vida, lo que seguía, cambió para todos: mi padre avisó que iba a despertar a Nicolás. Luego, silencio. Un grito vibrante hizo retumbar las paredes, seguido por otro grito más, deshilvanado, que llamaba a mi madre. Oí pisadas descontroladas bajando por la escalera.

Curiosidad. Nicolás, en brazos de su hermana Delfina Orlando, mira con atención una velita. Estaba en la edad en que todo se quiere investigar. Cuando murió, los padres dijeron que se “había ido al cielo”.Curiosidad. Nicolás, en brazos de su hermana Delfina Orlando, mira con atención una velita. Estaba en la edad en que todo se quiere investigar. Cuando murió, los padres dijeron que se “había ido al cielo”.

Fueron segundos de expectativa. En suspenso, muda, con mis cereales aún húmedos, vi salir de la habitación a mi padre con Nicolás en brazos, derretido de cabeza a pies, con la piel descolorida, cubierto de moretones azulados y negros que recorrían sus piernas y se perdían por debajo del pijama celeste con estampado de autos. Mis padres no distinguieron que yo estaba allí, de pie como un fantasma, observándolo todo. Estaba inmóvil, incapaz de ayudar a que las cosas fueran diferentes ni de acompañarlos en el desconcierto. El eco del único grito de mi padre se mezcló con el motor del auto. Quedé envuelta en un estado somnoliento, pero consciente de que mis otros hermanos seguían durmiendo.

Es muy curioso cómo la relación con la muerte puede evolucionar con los años. Hoy, a mis treinta, ante el mínimo riesgo o la sospechosa ausencia de ello, repaso un listado de tragedias probables que podrían estar a punto de ocurrir. En cambio, en ese momento, con tan solo trece años, mi conocimiento de la vida entró en un limbo donde la muerte no era algo posible. Durante las dos horas en las que mis padres se ausentaron mucha gente acudió a nuestra casa: tíos, abuelos, primos que vivían cerca. Hablaban en secreto, susurraban. Se los notaba preocupados detrás de sonrisas y caricias falsas. Yo me sentía parte del grupo de los adultos. Me senté con ellos a esperar, pero no me di cuenta de que querían hablar de los riesgos que sí estaban listados en su mente adulta y que eran invisibles para el resto.

Y entonces regresaron mis padres, vestidos con los mismos pijamas con los que se habían ido al hospital, sin Nicolás. Los ayudé a reunir solo a mis hermanos en el sillón. “Nico se fue al cielo”. Esas fueron las palabras que eligieron para comunicarnos la noticia. Luego vinieron hacia nosotros y nos envolvieron en un abrazo seguro que intentó contener nuestros llantos. Recuerdo tener los ojos bien abiertos, sentir el peso de mi hermano más grande que se desmoronaba sobre mí, buscar a mi padre y a mi madre entre medio de sonidos desordenados, verlos en cuclillas en frente del sillón, mirándonos sin ningún plan. En sus ojos había desesperación, ahogo, necesidad de resolver algo irremediable.

Fueron varias las imágenes de esos días que quedaron detenidas en el inconsciente, e infinitos los efectos que generaron una especie de onda magnética en el tiempo, distinta para cada uno en mi familia. Cicatrices que hasta el día de hoy desconocemos en su totalidad.

El velorio de Nicolás duró tres días. Fue un desfile de personas, en su mayoría desconocidas para mí, que paseaban por la casa buscando nuestro llanto por cada habitación. Aquel velorio interminable forjó en cada uno de nosotros armaduras de distinto tamaño y material. Éramos todos bastante conscientes del “efecto dominó” que podía generarse si uno se quebraba. Aprendimos a estar de pie, a disociarnos de la tristeza ajena. Recuerdo no entender por qué la gente nos tenía lástima o decía “lo siento” como si estuviésemos en una película doblada al español.

Inmediatamente después de la muerte de Nicolás dejé de llorar en público. Por muchos años, dejé de llorar. Llegué a pensar que había sido un tema de probabilidades. Que habiendo tenido mis padres tantos hijos, a uno le tenía que tocar morir joven. Decidí acondicionar los años adolescentes que me quedaban para no recordar. Me alejé de toda esa gente que había conocido a Nicolás y que me miraba con ojos lastimosos. Cambié el grupo de amigas de mi infancia, a los meses les rogué a mis padres que me dejaran organizar una fiesta de cumpleaños. Solo quería maquillarme, conocer gente nueva, reír mucho.

Pero a pesar de mis esfuerzos por ser solo adolescente, la muerte quedó estancada en un presente ambiguo. Empecé a imaginarme muertes posibles en todos lados. Me despertaba en la mitad de la noche para asomarme a las habitaciones y ver que los pechos de mis hermanos se inflaran. Descubrí lo lento que pueden respirar los niños cuando duermen.

Para que la vida no se desmorone todos estos años, afiné mis capacidades para mantener el control de las cosas. Pero se que hay un factor cuyo control está fuera de mi alcance y ser consciente de eso a veces nubla los planes. Y es que tal vez la muerte de Nicolás no haya terminado de generar sus efectos.

Hace diez años que estoy en pareja con un hombre que no conoció a Nicolás. Recién hace dos meses se sorprendió al descubrir mi proyección a la muerte inminente y lo creativa que puedo ser si alguien no me contesta el teléfono. Decidimos hace poco que queríamos ser padres. Siempre tuve claro este deseo, pero no dimensioné la decisión hasta que apareció la posibilidad real de que un embarazo aparezca en cualquier momento; y con ello la ansiedad de que, otra vez, un instante en la vida, lo que sigue, cambie todo.

Crear vida también implica traer muerte. Pero mi miedo no se basa solo en esta idea, sino en la pregunta de cuánto podría cambiarme una maternidad. Tengo claro el tipo de madre que me gustaría ser, una libre cuyo impacto en la vida como la conozco sea mínima. Pero también reconozco que habrán cambios hormonales que se bifurcarán del plan original. Se que la muerte de Nicolás podría volver a aparecer una y otra vez en formatos irreconocibles. Si él murió en el espacio seguro de una cuna, ¿dónde no es una posibilidad de muerte para un niño indefenso y dependiente?

Temo que la posibilidad de muerte inminente se materialice de manera agresiva cada hora que este niño frágil esté vivo. Es una vitalidad tan real que solo se puede pensar en los riesgos de cometer un error y que lo pague el más débil. Temo hipotecar mi futuro, la libertad que siempre valoré. Y que eso no sea solamente por la decisión de ser madre, sino por el tipo de madre que podría llegar a ser.

Pero son ideas que no exteriorizo, se fermentan solas adentro. Voy a terapia, hablo con amigas, con mi pareja, y no menciono todas estas hipótesis que aparecen de manera efímera en la mente creativa. No quiero escuchar de que es algo normal, que no puedo evitar que mi vida no cambie, que uno pierde el control, que hay que aceptarlo. No me consuela ese mensaje que dice que “lo siento”, eso va a ocurrir. Me encantaría entender que mi caso puede ser diferente, que puedo mantener el control de lo que queda de mi vida.

Pronto Nicolás cumpliría veinte años. Cuando alguien fallece, la imagen se inmortaliza y cada vez me cuesta más imaginármelo como hombre. La muerte de un bebé trae confusión, mucha más de la que uno pueda explicar. Al observarme a mí o a mis hermanos, compruebo que esta confusión aparece desmembrada en el tiempo: de a cuotas, irregular y no cronológica. Ya pasaron dieciocho años desde esa mañana de domingo que ralentizó el tiempo, y aún con toda esta agua que evolucionó con los años, la muerte siempre tiene una forma extraña de volver. Moldean decisiones y actitudes hasta el último día.

Hoy, con la maternidad latiendo, la muerte también creció en tamaño. Es como un círculo vicioso en donde si pienso en nacimiento, también pienso en la posibilidad de dejar de respirar. Me pregunto cuántas noches podré dormir tranquila cuando sea madre y cuántas me veré obligada a despertar para asomarme en la cuna y asegurarme que un pecho suba y baje.

Redacción

Fuente: Leer artículo original

Desde Vive multimedio digital de comunicación y webs de ciudades claves de Argentina y el mundo; difundimos y potenciamos autores y otros medios indistintos de comunicación. Asimismo generamos nuestras propias creaciones e investigaciones periodísticas para el servicio de los lectores.

Sugerimos leer la fuente y ampliar con el link de arriba para acceder al origen de la nota.

 

- Advertisement -spot_img

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Advertisement -spot_img

Te Puede Interesar...

Marcharon en Roma contra la restricción a la ciudadanía italiana por descendencia: «Están cancelando la historia»

La comunidad italo-argentina en Roma protestó este sábado en la Piazza del Campidoglio contra el Decreto Ley Nº 36/2025,...
- Advertisement -spot_img

Más artículos como éste...

- Advertisement -spot_img