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martes, mayo 6, 2025

La reingeniería del odio: una mirada a la historia política de Argentina

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Por décadas, Argentina fue un laboratorio de tensiones sociales, fracasos políticos y promesas económicas incumplidas. Lo que hoy muchos interpretan como un fenómeno de odio promovido desde la figura de Javier Milei no nace en un vacío. No es únicamente un producto de la retórica altisonante del libertario, ni una copia burda de líderes como Donald Trump o Jair Bolsonaro. La virulencia discursiva de Milei es, antes que una ingeniería malvada, una reingeniería de una indignación acumulada durante más de cuatro décadas de declive institucional, económico y moral. Entender esta reacción requiere mirar más allá de los memes de “mandriles” o los insultos desde el atril presidencial. Requiere, también, observar el sistema que permitió —y en muchos sentidos empujó— que este tipo de figuras emergiera como única válvula de escape posible.

¿El discurso del odio o la reacción frente a una estafa histórica?

No se puede analizar la retórica de Milei sin considerar el punto de partida: una Argentina agotada. La inflación estructural, la pobreza persistente, los privilegios de una casta política que se autorreproduce sin asumir responsabilidades, la decadencia educativa, el vaciamiento del mérito y la promesa rota de movilidad social ascendente. A lo largo de los años, gobiernos de distinto signo se alternaron en el poder sin resolver —e incluso profundizando— estos males. El kirchnerismo, por ejemplo, con su prolongada gestión (2003–2015 y su retorno en 2019), ofreció avances sociales, pero también convivió con niveles crecientes de corrupción, clientelismo y cinismo político.

La ley de medios, la estatización de YPF, el memorándum con Irán, la tragedia de Once, la manipulación de estadísticas públicas a través del INDEC, la intervención del Poder Judicial, los planes sociales convertidos en herramientas de dependencia: todos estos episodios contribuyeron a una percepción masiva de que el poder político no solo era incapaz de resolver los problemas, sino que se beneficiaba de ellos.

Frente a esta larga acumulación de frustraciones, el mensaje de Milei —por rústico, disruptivo o vulgar que sea— se sintió liberador para millones. Su furia verbal no es solo suya: es el eco amplificado de un hartazgo social. El “los cagaron durante 100 años” conecta no con la exageración histórica, sino con la vivencia de generaciones que ven cómo sus oportunidades se reducen año tras año. La “ingeniería del odio” que se le atribuye no se trata, entonces, de una estrategia nueva, sino de una reingeniería emocional: la canalización brutal y eficaz de la rabia popular hacia objetivos identificables.

Big data y algoritmo emocional: la arquitectura del hartazgo

Se acusa a Milei de imitar modelos internacionales de ultraderecha, con asesorías técnicas que transforman redes sociales en armas de manipulación emocional. Pero el problema de fondo no es la existencia de esos algoritmos, sino la condición previa que permite su éxito: una ciudadanía emocionalmente disponible, saturada de desencanto.

En lugar de preguntarse por qué los “insultos escatológicos” de un presidente no provocan rechazo masivo, tal vez haya que indagar por qué sí generan identificación. Si el discurso más grotesco encuentra eco, es porque el sistema político anterior dejó al votante sin herramientas más sofisticadas. El big data no crea emociones: las ordena, las organiza y las convierte en acción política. Lo que Milei ha hecho no es fabricar odio desde cero, sino reconocerlo en estado crudo y ponerle palabras con eficacia.

El fracaso del progresismo como pedagogo moral

Una parte importante del crecimiento de Milei se explica también como reacción al moralismo autoritario de una parte del progresismo argentino. Durante años, quienes osaban cuestionar políticas públicas, ideas de género o reparaciones históricas eran tildados de fascistas, antiderechos, retrógrados o golpistas. Esa pedagogía sin escucha generó el terreno ideal para el surgimiento de una figura que no teme enfrentarse a los consensos políticamente correctos.

La demonización automática de cualquier crítica hizo que muchos ciudadanos de a pie —cansados de no poder expresar su malestar sin ser señalados— viraran hacia quien les ofrecía la posibilidad de hacerlo sin tapujos. En esa lógica, Milei no solo insulta por estrategia: insulta como gesto de liberación. Para muchos, es la revancha emocional contra un discurso oficialista que por años los infantilizó, los silenció o directamente los culpó por pensar diferente.

La trampa de la moderación fallida

No menos importante ha sido la ineficacia del “centro político”, que se presentó como tercera vía pero terminó naufragando en la indecisión. El macrismo, que prometía una salida gradual del populismo, falló en casi todos sus objetivos económicos. El regreso del kirchnerismo en 2019 fue leído, por muchos, como una traición al mandato social de cambio.

Entonces, ¿cómo extrañarse de que millones votaran a alguien que promete dinamitarlo todo? ¿Qué otra salida les ofreció el sistema a quienes vieron fracasar a todos los demás? La supuesta violencia simbólica del nuevo oficialismo no puede entenderse sin considerar la violencia estructural del viejo sistema: la de los planes eternos, las escuelas derruidas, los hospitales sin insumos, los salarios que no alcanzan. Si a la política tradicional no le pareció violento condenar a generaciones a la pobreza, no puede ahora rasgarse las vestiduras porque un presidente use Twitter como ametralladora de insultos.

La casta como concepto movilizador

Quizás el mayor acierto de Milei fue instalar el término “casta” para englobar a todos los sectores que se beneficiaron del sistema mientras el resto se empobrecía: políticos corruptos, empresarios prebendarios, gremialistas eternos, comunicadores con doble agenda, artistas financiados por el Estado. La apelación a la casta no es un invento ideológico: es una observación empírica que encontró su traducción en lenguaje de masas.

Muchos pueden criticar las formas. Pocos pueden refutar el fondo. Y ahí reside el núcleo de su poder simbólico: al atacar a la “casta”, Milei no necesariamente propone algo mejor, pero logra que millones sientan que por fin alguien les pone nombre y cara a sus verdugos.

La incomodidad de los logros: ajuste sin anestesia

En medio del caos discursivo, el gobierno de Milei ha logrado algunas victorias que sus críticos prefieren minimizar. La contención del déficit fiscal, la desaceleración de la inflación mensual, el superávit financiero por primera vez en años, la eliminación de parte del cepo son datos que, aunque discutibles en su sostenibilidad o costo social, revelan una eficacia técnica inesperada para muchos. No se trata de aplaudir el método —que ha implicado recortes drásticos, conflictividad social y un Estado aún más debilitado—, sino de reconocer que parte de su legitimidad también se alimenta de resultados concretos. Su estilo puede ser incendiario, pero los números han logrado, al menos por ahora, amortiguar algunas de sus llamas.

La animalización del adversario: ¿deshumanización o revancha?

Se lo critica por usar el término “mandril” para descalificar a sus oponentes, sugiriendo una regresión a prácticas de deshumanización similares al fascismo. Pero cabe una observación más terrenal: ¿acaso la cultura política argentina no ha estado plagada de apodos, memes y animalizaciones mutuas? La izquierda llamó “gorilas” a sus opositores durante décadas, y lo hizo con humor, con desprecio y con orgullo.

Milei apenas devuelve el gesto con nuevas metáforas. No lo hace para justificar un exterminio ni para validar una violencia física, sino para ridiculizar a quienes, durante años, monopolizaron el discurso desde una supuesta superioridad moral. La palabra “mandril”, por violenta que suene, no tiene el peso simbólico de un discurso de odio estructurado, sino de un combate cultural en clave tuitera.

El riesgo real: la fragilidad institucional

Ahora bien, justificar la furia no implica negar los riesgos. El estilo Milei puede alimentar una peligrosa banalización del debate democrático. Puede desinstitucionalizar la política y empujar a los adversarios al abismo, al no reconocerles legitimidad. La dificultad de sostener el disenso sin destruir al otro es uno de los grandes desafíos que enfrenta el país bajo su presidencia. Pero esos peligros no nacen de Milei: nacen del deterioro institucional que lo precedió.

Lo preocupante no es que exista un Milei; lo alarmante es que tantas personas hayan sentido que él era la única opción viable. Su éxito no es la causa del odio, sino su consecuencia. Es la reingeniería emocional de una sociedad que dejó de creer en todo lo anterior.

Conclusión

Javier Milei no inventó el odio. Lo domesticó, lo canalizó y lo convirtió en fuerza electoral. Sus métodos pueden ser toscos, pero no son irracionales. Su violencia verbal puede ser disruptiva, pero no es espontánea. Es el reflejo distorsionado de una Argentina que gritó en silencio durante demasiado tiempo. Lo que la clase política tradicional llama “ingeniería del odio”, muchos ciudadanos lo llaman —con razón o sin ella— justicia emocional.

Y ese es el verdadero desafío: no se trata de combatir a Milei en el terreno del escándalo, sino de reconstruir la credibilidad de una política que hace mucho dejó de escuchar. De lo contrario, la reingeniería del odio seguirá perfeccionándose… y no siempre tendrá un rostro tan reconocible.

Redacción

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