Terrorista que no trepidó en asaltar y tirar a matar, legislador y gobernante, José Mujica terminó sus días exaltado al procerato por sus seguidores, respetado por medio país que nunca lo votó y escuchado en América y Europa. Motivó un auténtico duelo nacional. A su sepelio acudieron Lula y Boric, ambos autopercibidos de izquierda, motivando condolencias hasta del rey Carlos III.
Empezó en las miserias morales del delito común. En medio de una democracia pacífica, se asoció a los horrores de la lucha armada que le dio calce a la dictadura, bajo la cual soportó los rigores de una prisión inhumana. Puesto en libertad, construyó desde mateadas un liderazgo político sin precedentes. Fue legislador, fue ministro y fue presidente de la República, respetándonos la libertad a todos.
Vuelto al llano, se dedicó a predicar un ideario que desbordó lo político y lo económico, le mantuvo protagonismo interno y le construyó una imagen de predicador austero que le valió admiradores en los rincones más apartados del planeta.
Quienes defendimos el orden democrático combatiendo primero el delirio tupamaro levantado en armas y luego oponiéndonos a la dictadura que ese delirio acarreó, distinguimos nítidamente el trayecto que recorrió en la guerra interna que desencadenó el MLN y la presencia política que forjó en la etapa de paz.
Compartimos, pues, la postura de quienes en estas horas prefieren evocar al Mujica de la civilización y no al de la barbarie. Eso sí: sentimos que esa distinción es necesaria, pero no es suficiente.
Es que en mirada existencial, Mujica deja la estela del hombre que ascendió venciéndose a sí mismo. De asaltante a preso, de preso a orador en mateadas, y de allí a legislador, ministro y presidente de la República, fue un gladiador que aprendió a triunfar sobre sus circunstancias y sus yerros.
En una época donde muchos empujan a no pensar, Mujica siempre pensó en voz alta y por cuenta propia. En un tiempo en que el consumismo y el materialismo achican el horizonte, Mujica proclamó el valor de los sueños. En una etapa donde los eslóganes desplazan a las ideas claras, Mujica valorizó el amor, los proverbios, la educación y la vida sencilla.
El gobernante a quien siempre reprochamos su coprolalia -hábito de hablar excrementos- y a quien siempre le rechazamos el relativismo de su “como te digo una cosa te digo la otra”, pasó a defender valores y hasta afirmar principios en términos plausibles o por lo menos compartibles.
Esa etapa nos llama, a todos, a asumir la vida no ya como fruto inevitable de los genes o de las relaciones económicas, sino como aventura hacia algún ideal con final abierto, cuyo principal argumento sea el encuentro con el semejante, incluyendo al adversario que alguna vez se sintió enemigo.
Contradictorio, Mujica fue revolucionario de joven y revulsivo de viejo.
Si en vez de dividirnos en bandos y repartir cargos, retomáramos el camino del debate de ideas, siempre reaparecerían los enfoques diagonales a que nos acostumbró Mujica y siempre podrían aprovecharse sus observaciones como ideas a tener en cuenta.
Pero eso requeriría que, en los partidos tradicionales y en la izquierda, recapacitaran quienes abandonaron temas y vaciaron el pensamiento público, dejándole la cancha libre al singular estilo del ciudadano ante cuya partida nos inclinamos con sentido respeto.