No es habitual que el equipo directivo de un festival literario vaya a la cárcel. Eso sucedió este viernes en Ciudad de Guatemala cuando Sergio Ramírez, presidente de Centroamérica Cuenta, entró en la prisión Mariscal Zavala.
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El ingreso penitenciario de Ramírez fue temporal. Encabezaba una delegación de escritores y periodistas que venían a visitar al preso político Rubén Zamora, que lleva más de 1.000 días encarcelado por, en palabras de Ramírez –que refrendan las organizaciones de derechos humanos–, “tener la valentía de documentar periodísticamente la corrupción. Por eso ha sido perseguido por los intereses más oscuros que todavía tienen en Guatemala un enorme poder”.
Las novelas de dictador han sido sustituidas por las de narcos y las del desencanto revolucionario
Que un festival literario que se celebra este año en el palacio presidencial guatemalteco ponga de relieve la falta de libertad que hay en el país que los acoge muestra que la situación política de América Latina dista mucho de haberse normalizado y que el autoritarismo, más que una amenaza, es una sólida realidad. El mismo Centroamérica Cuenta tiene lugar cada año en un país distinto, desde 2019, pues no puede celebrarse en su sede original, Managua, a causa de la brutal represión de la dictadura nicaragüense.
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Situaciones horribles para los ciudadanos que resultan fértiles creativamente. En el siglo XX, la literatura latinoamericana alumbró el subgénero de las novelas de dictador: El Señor Presidente (1946) del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo (1974) del paraguayo Augusto Roa Bastos, El recurso del método (1974) del cubano Alejo Carpentier, El otoño del patriarca (1975) del colombiano Gabriel García Márquez… y tantas otras.
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Mario Vargas Llosa abordó el tema en Conversación en La Catedral (1969) y también ya entrado el siglo XXI: La fiesta del Chivo (2000) trata el asesinato del dominicano Trujillo en 1961 y su, digamos, continuación, Tiempos recios (2019), nos retrotrae al golpe de Estado que en 1954 acabó con el legítimo presidente de Guatemala, Jacobo Árbenz.

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Pero ¿cómo son las obras literarias que abordan hoy el autoritarismo político? El salvadoreño Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) –que trató en Tirana memoria (2008) la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez en los años 30 y 40– opina que “no hay una tendencia dominante sino varias corrientes. Por un lado, las novelas que abordan el crimen organizado, el narco, como las del mexicano Élmer Mendoza. Por otro, las de la post-dictadura, sobre todo en Argentina y Chile, que muestran cómo vieron los niños aquellos horrores, un caso sería Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela. Otros optan por lo mismo desde una visión más intimista o con metáforas como la de los videojuegos, en Space Invaders (2013) de Nona Fernández. También se dan un buen número de novelas históricas”.
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El caudillo panameño Omar Torrijos (1929-1981) atrajo a los autores del boom: Vargas Llosa lo entrevistó y García Márquez le preguntó su opinión sobre El otoño del patriarca (Torrijos aprobó esa novela: “Sí, así somos”). El panameño Carlos Wynter Melo (Panamá, 1971) se ha ocupado en Las impuras (2015) de un autócrata menos conocido que Torrijos: Arnulfo Arias (1901-1988), ferviente admirador de Hitler y campeón de la eugenesia, en una novela que aborda también la invasión del país por EE.UU. en 1989, que el autor presenció en directo: “He visto montones de cadáveres en las calles, y eso no te lo quitas nunca de dentro”.
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Para Sergio Ramírez (Masatepe, 1942), “la figura del dictador, en los países del Caribe y Centroamérica, fue muy folclórica, procedían de la fila más baja de los ejércitos, como Trujillo, y de repente se encontraban encumbrados y enriquecidos. Hubo otros oportunistas, como Somoza, que enamoró a la esposa del embajador estadounidense en Nicaragua con el inglés de los chóferes de taxi que había aprendido en Filadelfia, y su inteligencia sin escrúpulos le llevó a lo más alto. Batista era solo un sargento. Todos estos pintorescos personajes han sido desplazados por la complejidad de lo que es hoy un poder dictatorial. Antes, el poder único estaba en manos del dictador, su familia y sus allegados, que lo acaparaban todo. Pero ahora tienen que pactar con otras fuerzas, la primera de ellas el crimen organizado, que domina gobiernos, policías… y que tiene el dinero suficiente para comprar jueces y funcionarios. Ese es otro tipo de poder. Y hay gobernantes a los que ni siquiera se les puede llamar dictadores, sino gente mediocre, corrupta, que llega al poder y que carece de los atributos singulares para llamar la atención de un novelista. Así que no escribimos sobre ellos, pero sí sobre el sistema”.
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Para Ezequiel Martínez, hijo de Tomás Eloy Martínez –autor de La novela de Perón (1985)– “ahora vivimos el auge de la crónica periodística y desde aquí se está tratando el tema, a menudo mirando a las dictaduras del pasado como hace Leila Guerriero en La llamada (2024). Hoy tenemos que mirar forzosamente a la no-ficción”.
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Ramírez –autor de Tongolele no sabía bailar (2021), que retrata la podredumbre del régimen nicaragüense– confiesa su fascinación por el Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias: “El Señor Presidente fue una escuela de narración para mí: describe una dictadura sin que aparezca el presidente del título, solo la atmósfera que este ha creado. A mí me parece que el tirano, como tal, no es una pieza que haga falta a la hora de describir una atmósfera”.
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“Ya no hay novelas de dictador porque hoy lo que tenemos no son dictadores sino gobiernos escogidos en las urnas que son dominados por los narcos. El reto de la literatura es mostrar cómo funciona el poder y la economía, narrar el movimiento transnacional del dinero de los mafiosos”, afirma el estadounidense –y guatemalteco– Francisco Goldman (Boston, 1954), quien ha abordado desde el periodismo temas como la muerte a golpes en 1998 del obispo de Guatemala Juan Gerardi (El arte del asesinato político, 2009) y trabaja ficcionalizando una historia que imbrica a su propia familia con la corrupción local. “Este es un país –prosigue– con decenas de periodistas exiliados en el que la justicia está cooptada esencialmente por los narcos y por gente que se ha aliado con ellos para mantener sus privilegios extremos. Ni el presidente, Bernardo Arévalo, tiene poder para acabar con ellos, está secuestrado, a ver si despierta”. Goldman también ha ido a la cárcel Mariscal Zavala y le ha traído a su amigo Zamora “libros gordos, Guerra y paz de Tolstói, la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Murakami y Poeta chileno de Alejandro Zambra porque al menos ahora tiene mucho tiempo”. Ramírez opina que “si el presidente pudiera, sacaría a Zamora a la calle, pero no tiene los poderes constitucionales ni legales para hacerlo. Los enemigos de la democracia están esperando que el presidente de un paso en falso para acusarlo de violar la ley y destituirlo”.
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El colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) apunta que “no hay una metáfora o figura que haya reemplazado al dictador en la literatura latinoamericana pero sí hay toda una familia de novelas que reflejan la suerte de las revoluciones que marcaron nuestra vida: Cuba, Venezuela, Nicaragua… esos intentos fallidos de liberación, los libros muestran cómo se pervirtieron”. Ahí encontraríamos a Gioconda Belli, Karina Sainz Borgo, Rodrigo Blanco Calderón, Leonardo Padura… o al propio Vásquez, quien en Volver la vista atrás (2020) resigue tres generaciones de la familia del cineasta Sergio Cabrera y muestra la intensidad y complejidad de aquellos revolucionarios que iban a aprender técnicas guerrilleras a China.
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La chilena Lina Meruane (Santiago, 1970) amplía el foco geográfico con su trilogía Palestina en pedazos (2021), donde “descubro, en un viaje a Israel, que se me considera palestina, por mis orígenes familiares, y poco a poco voy asumiendo esa identidad, que me convierte en una paria”.
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Meruane explora, en otras de sus obras, la enfermedad y los límites del cuerpo, y es también un ejemplo de que no solo las heridas políticas inundan la literatura del continente americano, también lo hacen las familiares, sexuales, identitarias… Entre los últimos descubrimientos se encuentra el de su compatriota Ariel Florencia Richards (Santiago, 1981), quien en Inacabada (2023) refleja la incomunicación entre una madre y una hija que nació hombre y se encuentra en plena transición de género; la protagonista estudia, además, las obras de arte que quedaron inacabadas a lo largo de la historia. Por su parte, la argentina Nurit Kasztelan (Buenos Aires, 1982) envía a su protagonista, una urbanita a la que le ha pasado algo muy gordo que desconocemos, a retirarse de todo en la pampa. “Lo importante no es tanto mostrar la causa del dolor sino sus consecuencias”, argumenta.
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A media semana, los escritores del festival son sacudidos por una noticia: EE.UU. ha revocado el visado que habían concedido a Richards para acudir a un curso en una universidad de aquel país. “Te volviste palestina, como yo”, le consuela Meruane. “Trump es peor que cualquier gobernante latinoamericano –se indigna Goldman–, es el más criminal de todos, un violador sexual y un mafioso equivalente al Chapo Guzmán”.