El narcoterrorismo ha dejado de ser una amenaza lejana para convertirse en una realidad cotidiana en América Latina. Grupos criminales imponen el miedo como forma de control. En este artículo, Lucas Paulvinoch, alumno del Máster Profesional de Analista Criminal y Criminología Aplicada de LISA Institute, explica cómo lo hacen no sólo con violencia, sino también con una lógica de poder.
En las últimas décadas, América Latina ha sido escenario de un fenómeno cada vez más visible y preocupante: el surgimiento de prácticas violentas ejercidas por organizaciones criminales locales en contextos urbanos degradados.
Este fenómeno, que intenta ser abordado bajo el concepto de narcoterrorismo doméstico, es un emergente criminal vinculado a la expansión del comercio minorista de drogas. Este crecimiento va de la mano con la internacionalización de las redes de narcotráfico regionales.
Mientras las rutas del mercado global de estupefacientes atraviesan el continente, los países que integran estos corredores se ven afectados por múltiples factores. No sólo por el tráfico transnacional, sino también por la consolidación de economías criminales locales. Estas transforman algunos barrios o sectores urbanos en enclaves de violencia estructural.
La multiplicación de mercados de narcomenudeo ha implicado una mayor competencia territorial entre grupos armados. Se impone así una lógica de ocupación y disuasión que se manifiesta en ataques públicos, amenazas a funcionarios, extorsión generalizada y asesinatos como forma de enviar mensajes.
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Este tipo de violencia se inscribe en un ecosistema marcado por varios factores: la alta disponibilidad de armas, la corrupción de las agencias de seguridad pública y de las instituciones estatales, la presencia creciente de formaciones paramilitares y parapoliciales, y el deterioro sostenido de las condiciones de integración social.
En medio de economías inestables, sistemas políticos erosionados y Estados ausentes o cómplices, amplias franjas de población juvenil encuentran en las organizaciones criminales algo más que ingresos. También hallan una forma de identidad, pertenencia y respuesta simbólica frente al abandono institucional.
La narcocultura, los imaginarios pandilleros y el uso de la violencia como lenguaje cotidiano nutren un escenario complejo. En él, el narcoterrorismo doméstico ya no es solo una amenaza latente, sino una realidad. Una realidad que redefine las formas de poder, justicia y control en vastas zonas urbanas del continente.
El narcoterrorismo como un fenómeno híbrido
El narcoterrorismo doméstico puede definirse como un fenómeno criminal híbrido. En él, organizaciones delictivas de baja o media complejidad recurren de forma sistemática a prácticas de violencia intimidatoria con fines políticos o coactivos. Buscan imponer condiciones a actores del Estado, modificar decisiones institucionales o mantener el control territorial sobre zonas estratégicas para su actividad económica ilícita.
A diferencia del terrorismo internacional o insurgente (que suele tener una proyección ideológica, religiosa o geopolítica), el narcoterrorismo doméstico se circunscribe al ámbito subnacional o municipal. Responde a lógicas pragmáticas de poder criminal local, más que a una subversión del orden político en sentido clásico.
Sin embargo, comparte con el terrorismo convencional ciertos elementos tácticos y simbólicos. Entre ellos: la violencia pública, la amenaza a civiles, la diseminación del miedo social y la voluntad de doblegar a las autoridades públicas o disciplinar a la población mediante hechos espectaculares de agresión.
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Esta hibridez no se manifiesta únicamente en el plano operativo. También se refleja en la forma en que estas organizaciones articulan lógicas económicas con objetivos de dominación territorial y coacción institucional.
Al mismo tiempo, la plasticidad organizativa de estas bandas les permite operar como microestructuras criminales en lo cotidiano. Pero, cuando necesitan ejercer presión o responder a conflictos, recurren a tácticas terroristas como asesinatos al azar, ataques a edificios públicos o amenazas masivas.
La combinación de violencia simbólica, control territorial y construcción de legitimidad frente a poblaciones vulnerables convierte a este fenómeno en un desafío complejo. Uno que escapa a los marcos analíticos y legales tradicionales, que suelen diferenciar entre terrorismo y crimen organizado.
En ese sentido, la estrategia del terror funciona como una herramienta de gobernanza criminal. No se trata de un recurso esporádico. Los ataques contra edificios públicos, escuelas, centros comunitarios o viviendas particulares buscan imponer reglas, disuadir la intervención estatal y construir una legitimidad criminal frente a comunidades vulnerables.
La manipulación del orden jurídico
Una característica central del narcoterrorismo doméstico es la utilización sistemática de menores y jóvenes en situación de vulnerabilidad. Esta práctica busca evadir la persecución penal. La exclusión educativa, económica y social crea un terreno fértil para el reclutamiento de adolescentes. En estas redes criminales, muchos de ellos no sólo encuentran ingresos, sino también identidad y pertenencia.
Este tipo de organizaciones no responde a una cadena de mando estructurada a nivel nacional o transnacional. En su lugar, actúan a través de clanes familiares, redes barriales o células autónomas. En muchos casos, mantienen vínculos con estructuras criminales mayores, aunque conservan autonomía táctica.
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No es casual que estos jóvenes sean llamados «soldaditos». El término representa una resignificación subjetiva frente a un Estado ausente o percibido como enemigo. Entre las manifestaciones violentas más comunes están las balaceras contra edificios judiciales, escuelas o sedes gubernamentales; los ataques a móviles penitenciarios; asesinatos al azar como mensajes de advertencia; la colocación de narcomensajes amenazantes; y los ataques coordinados durante eventos institucionales.
Este fenómeno se refuerza a través de una potente identidad cultural y simbólica. Combina elementos de la narcocultura con estéticas propias del mundo pandillero. Se manifiesta en expresiones musicales como el trap, la cumbia 420 o los narcocorridos. También en iconografías de armas, dinero y lujo ostentoso, así como en narrativas difundidas a través de redes sociales.
En este entorno simbólico, la violencia funciona como un lenguaje de estatus y poder. Esto genera identificación entre jóvenes de barrios marginalizados.
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A diferencia de las mafias tradicionales (cuyo poder se basa en el silencio, la cooptación institucional o el soborno), el narcoterrorismo doméstico prioriza la visibilidad del terror. Su estrategia consiste en desestabilizar y paralizar la acción estatal mediante el miedo público. Para ello, producen y circulan videos amenazantes que buscan consolidar una estética del terror y una narrativa de poder y territorialidad criminal frente al Estado y frente a otras bandas.
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