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Eduardo Motta | Maldonado
@|El diálogo ha sido reemplazado por el alegato. La opinión, por la consigna. Y la escucha, por la espera del turno para decir lo nuestro. Ya no se habla para encontrarse, sino para marcar territorio. Uno dice que subió el precio del tomate, y enseguida alguien responde que la culpa es del gobierno o de la oposición. Hemos politizado incluso los silencios. Si uno calla, lo interpretan como estrategia; si opina, lo acusan de tener intereses.
Antes, en la antigüedad, la duda era la raíz del pensamiento. Hoy, en cambio, quien duda es sospechoso. La vacilación es un defecto. Se exige certeza, posición, firmeza, aunque sea sobre asuntos que uno apenas entiende. Se espera que cada ciudadano sea, a la vez, político, economista y estratega militar.
La política se ha vuelto una forma de identidad. Hay quienes no saben quiénes son, pero sí a quién votan. Y eso les alcanza. Como si el voto bastara para definir la totalidad de una vida.
Estas discusiones no nacen del interés, sino del vacío. Porque, a falta de temas reales, el país se ha habituado a hablar de sí mismo. Como un señor mayor que repite sus historias porque teme el silencio. Discutimos sobre política como si en ello se nos fuera el alma.
Y uno empieza a preguntarse si esta hiperpolitización es progreso o síntoma. ¿Nos está ayudando a madurar como sociedad o simplemente nos vuelve expertos en separarnos?
Tal vez haría falta recuperar el arte de la conversación, no para convencer, sino para comprender. Hablar no como estrategia, sino como gesto humano. Escuchar sin planear la respuesta. Decir “no sé” sin vergüenza. Preguntar sin acusar.
Porque un país no se construye solo en el Parlamento ni en los discursos. Se construye en las esquinas, se construye cuando alguien ayuda a otro sin preguntarle a quién vota. Y, sobre todo, se construye cuando nos damos cuenta de que, antes que ciudadanos, somos personas. Tal vez ahí esté el único lugar donde todavía podamos encontrarnos sin necesidad de pelearnos por el precio del tomate.
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