«Cambio-cambio, cambio-cambio». Así, dicho de manera impulsiva, y por duplicado, es esa bocanada distinguible, aún desde las escaleras de la estación de subte, que emana desde Florida. A medida que uno se acerca a la peatonal, el fraseo empieza a tener ecos en distintas voces, muchas caribeñas.
Cuando parecía que la cada vez más exigua brecha cambiaria terminaría de marchitar a los arbolitos que compran y venden dólares ilegalmente ante la mirada indiferente de la policía, la sorpresa fue grande: hay docenas en cada cuadra entre las avenidas Corrientes y Córdoba.
El lunes 14 de abril el Gobierno puso en marcha el levantamiento del cepo, lo que provocó expectativas de toda índole, menos para los arbolitos del microcentro porteño. Que se terminara la restricción cambiaria, impulsada en octubre de 2011, significó que se levantaran las barreras que impedían la compra de dólares en el mercado oficial y que, en consecuencia, el valor del dólar pueda fluctuar libremente en el mercado.
En las últimas jornadas el dólar oficial (Banco Nación) cotizó a $1.200 para la venta mientras que el blue a $1.180, una brecha casi inexistente, que dista mucho del 48 por ciento que existía en enero de 2024, cuando el dólar oficial estaba $805 para la compra y $845 para la venta, mientras que el blue $1.195 / $1.215.
Poner un pie en Florida es zambullirse en las entrañas de la histórica venta ilegal del dólar. O era, mejor dicho. En otra época, había que zigzaguear entre peatones, turistas y arbolitos que realizaban sus transacciones turbias sin prurito. El «apurate que va subir» se recuerda con nostalgia y no fue hace mucho.
«Hoy somos más arbolitos que turistas. Fijate vos», mastica bronca Washington (63), un marplatense que vivió doce años ganándose la vida trabajando para una cueva.
«No vivo más de esto, quiero ver si puedo manejar un taxi, estoy medio desesperado, pero ¿quién me va a tomar a esta edad? No me hagas hablar porque me hago mucho malasangre… No sé de qué voy a vivir», dice con una mirada de incertidumbre imposible de disimular.

Clarín pasó dos mediodías recorriendo las dos peatonales céntricas más importantes: Florida y Lavalle. El primer impacto es la cantidad de arbolitos y el segundo, la anemia turística que un sitio como éste se percibe con sólo caminar unos metros.
«Ayer me llevé limpios 10 mil pesos por estar aquí parado cinco horas y chupar un frío… Lo hago para pagarme las fotocopias que me piden en la facultad y los viáticos, pero no llego ni para eso», balbucea Kevin (21), estudiante de Diseño Gráfico que pide disculpas, pero dice que no puede responder preguntas «por orden» de su «jefe».
Arbolitos variados en Florida
El cronista se acerca a distintos arbolitos humanos, de edades variadas y muy parejo entre hombres y mujeres. Están los que directamente no responden, otros que apelan a monosílabos y sin mirar, y los más novatos o los más experimentados a los que no les importa contar su cotidianidad, pero eso sí, sin grabar ni filmar.
«Estaba por acá tirando currículums en locales de ropa y un hombre de una galería me propuso trabajar para una cueva. Voy a comisión, llevo un año y cada vez vengo con menos ganas, porque estoy perdiendo tiempo en relación a lo que me llevo… Vengo desde Temperley», responde Ailén (22).

La caminata por Florida es distendida y el tránsito humano aún más liviano. Apostados junto a canteros, postes de luz o puestos de venta, allí están separados por cinco o diez metros. Están los arbolitos que prefieren camuflage en el umbral de alguna galería. El acercamiento produce una emoción que se disipa al instante y es inocultable cómo el interés muta en desgano en un santiamén.
«Es el trabajo que pude conseguir, no me piden papeles, sólo tiempo y presencialidad. Hace más de dos años que estoy, conocí lo que era comprarme un sándwich, una Coca e irme a casa con plata. Pero disculpame, no puede decir más», se excusa un señor cerca de los cuarenta que ni brinda su nombre.
Con un paquete de garrapiñadas que mastica con fruición y algo de nervios, «Roble» -así lo conocen en la esquina de Florida y Tucumán- es el árbol humano más veterano y su seudónimo tiene que ver con eso mismo, porque es la planta que vive más años. Come, gesticula y habla al mismo tiempo con Pinino, su sobrino. Hasta ellos llegamos porque «son los que más saben del termómetro cambiario», sopló el ex canillita que vende de todo en su extinto puesto de diarios y revistas.
El approach fue casi en puntas de pie. Sus miradas disuaden, pero sus ganas de desembuchar fueron más fuertes. «¿Qué cómo estamos? Como el ojete… Mirá lo que es esto, mirá, asomate para aquel lado… ahora para el otro. ¿Qué ves? -juega al acertijo-. No hay un maldito turista, ni el loro… Esto hace dos años, ¡dos! era un mar de yanquis, españoles, rusos, brasileños… Estamos cagados de hambre, nosotros y los comerciantes. No entra nadie a los locales. Todos afuera intercambiando penas».

Vehemente e indignado, Roble vocifera a la misma velocidad que escupe garrapiñadas: «Yo con (Sergio) Massa me iba con 150, 200 lucas por día a casa. Podíamos ganar más y había el doble de los que hay ahora. Yo dejé el taxi para venir a laburar acá, estoy desde 2012 y el cepo había arrancado hace poco».
«Esto que pasa ahora no es algo que lo sufro yo solo, es una fuente de trabajo informal muy importante que se fue a pique. Hace cinco horas que estoy acá y apenas pasaron dos brasileños que me pijoteaban el precio, imaginate que mi ganancia es casi nula», dice el hombre que vive en Quilmes.
Se interrumpe la charla amigable, aunque con los pelos de punta. Dos jóvenes se acercan y consultan. Hablan español. Se advierten varios billetes verdes. El intercambio de palabras es breve, los jóvenes niegan con sus cabezas y se van. «Vienen con nueve billetes de diez dólares, no llegan a cien dólares y encima quieren más de lo que les podemos pagar, es de terror esto…», cuenta.
Roble abre la boca, mientras vacía el paquetito de garrapiñadas en sus amígdalas. «Esto no se banca más. No vemos turismo, que era nuestra fuente de ingresos. Pensá que hoy le vendí a un grupo de pibes argentinos que te boludean con que pueden ir al banco. Encima vienen con 100 dólares con toda la furia. Para mí es un oficio muerto», señala.

«Pinino» -de unos treinta largos- piensa igual que su tío, pero es más racional. «Yo hice de todo en mi vida, fui profesor de artes marciales, trabajé en un gimnasio y antes de llegar aquí a Florida, dejé varios currículums en casas de ropa y supermercados. Necesito cobrar un sueldo fijo, tener algo de certeza, acá llevo 25.000 pesos y apenas me alcanza para la nafta», dice el hombre que vive en Sarandí.
Y añade: «Yo con Alberto compré un autito usado y con Massa una moto cero kilómetro que estoy viendo si venderla o qué… Hoy me alcanza para comer una vez por día. Lo primero que me salga, así sea para hacer delivery de empanadas, agarro viaje.»
Se retoma la caminata por Lavalle, otra peatonal con presencia de arbolitos, pero en mucha menor cantidad. Cerca de una galería, un hombre mayor está en el medio de dos jóvenes, separados a unos tres, cuatro metros. Llama la atención la disposición, ya que responden a distintos jefes.
«Eriberto me llamo, hace cuatro años que me dedico a esto, tengo 68 y me va bien. Tengo mi clientela vip, que me viene a ver. Esto funciona, especialmente, a partir de la confianza que uno transmite», comenta.
Elegante, con una boina, una campera de gabardina y una carterita cruzada, Eriberto acepta hablar. A simple vista parece árbol de otro bosque. No parece, es.
«Yo tuve dos locales de ropa, uno sobre Lavalle y otro sobre Florida, y la pandemia me mató. Tuve que despedir a mis empleados y los indemnicé hasta el último centavo. Me quedé fundido. Un cliente mío, muy conocido, me propuso este trabajo y aunque sé que es ilegal agarré viaje. Me gusta, vengo todos los días, aunque el frío y estar parado tantas horas, a mi edad, no son pavada. Pero me voy a casa todos los días con plata», narra.
Se le consulta por qué el levantamiento del cepo no hizo mella en su labor, como sí sucedió con sus colegas. «No miro mucho alrededor, aunque sí tengo que estar atento, pero creo que la presencia, la educación y la amabilidad ayudan. Acá somos varios, ¿por qué vos te acercaste a hablar conmigo?», cierra.
AA – EMJ