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domingo, junio 15, 2025

La militarización de la política migratoria y otros frentes abiertos para Donald Trump

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La imagen de soldados de la Guardia Nacional desplegados en el centro de Los Ángeles, con rifles en mano y escudos antidisturbios, nos remite a escenas de un país al borde del colapso interno. Pero esto no ocurrió en los años sesenta, durante la lucha por los derechos civiles. Tampoco durante las protestas contra la guerra de Vietnam, ni siquiera en el marco de los disturbios por la muerte de George Floyd en 2020. Esto ocurre hoy, en junio de 2025, y tiene como escenario una de las ciudades más diversas, multiculturales y simbólicas de los Estados Unidos. La decisión del presidente Donald Trump de enviar más de 2.000 efectivos federales a controlar protestas en Los Ángeles, sin el consentimiento del gobernador Gavin Newsom, marca un punto de quiebre institucional que no puede ser entendido sin mirar el trasfondo político: la migración como campo de batalla y excusa para avanzar sobre los límites del poder presidencial.

Las protestas actuales no son meramente espontáneas ni reducidas a un problema de “orden público”, como lo describe la retórica oficial. Son la consecuencia directa de una política migratoria que ha evolucionado hacia un modelo abiertamente represivo, punitivo y —sobre todo— instrumentalizado políticamente. El detonante fue una serie de redadas realizadas por ICE en sectores populares del condado de Los Ángeles, donde más de 100 personas fueron detenidas, incluyendo trabajadores sin antecedentes penales y hasta menores de edad. Las imágenes de buses de detención, gritos de “déjenlos quedarse” y agentes armados en supermercados y talleres no pueden separarse del clima de intimidación que esta política busca deliberadamente generar.

La tensión entre el poder presidencial y otros actores influyentes no se limita al terreno institucional o territorial. Incluso figuras otrora cercanas a la administración, como Elon Musk, han comenzado a marcar distancia. El empresario, que hasta hace poco ocupaba un rol clave dentro del aparato estatal como codirector del Departamento de Eficiencia Gubernamental, se ha visto envuelto en un enfrentamiento público con Trump, criticando sus políticas fiscales y sugiriendo incluso conexiones con el escándalo Epstein.

Aunque luego intentó retractarse parcialmente en redes sociales, el episodio evidencia una fractura dentro del círculo de poder que antes rodeaba al presidente. Esta disputa revela un trasfondo aún más inquietante: cuando incluso los aliados más pragmáticos comienzan a cuestionar los métodos del gobierno, no solo se erosiona la narrativa oficial, sino que se expone la fragilidad de un modelo de liderazgo basado más en la imposición que en el consenso. En este contexto, el uso del miedo como herramienta de control no se limita a los inmigrantes o activistas en las calles de Los Ángeles, sino que alcanza también a quienes, desde posiciones de privilegio, osan desafiar la autoridad presidencial.

En un contexto electoral, el endurecimiento migratorio vuelve a ser utilizado como carta de legitimación hacia sectores conservadores. No es nuevo: desde Reagan hasta hoy, la migración ha sido convertida en problema estructural por sucesivas administraciones que jamás ofrecieron una solución duradera ni humanitaria. Lo que sí es nuevo —o al menos inédito desde 1965— es la federalización de tropas estatales sin autorización del gobernador. Trump invocó el “Título 10” de la Constitución, que permite usar al Ejército en territorio nacional bajo determinadas condiciones. Pero lo hizo en una situación donde ni siquiera los organismos locales pidieron su intervención. De hecho, la alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, y el propio Newsom, advirtieron que la militarización no solo agrava la tensión, sino que socava la autonomía del estado.

Estamos ante un conflicto que va más allá de la cuestión migratoria. El despliegue de tropas federales contra civiles, en una ciudad que se opone activamente a las políticas del Ejecutivo nacional, pone en discusión el equilibrio de poderes, la vigencia del federalismo estadounidense y la propia naturaleza de la democracia en el país. ¿Puede un presidente enviar soldados contra sus ciudadanos por diferencias políticas? ¿Cuál es el límite entre el uso de la fuerza estatal y el autoritarismo de facto?

Los Ángeles hoy no solo es un escenario de protesta, sino también un símbolo. Representa a millones de personas que huyen de la violencia, de la pobreza, de la persecución y que encuentran en esa ciudad una posibilidad de vida. Pero también representa la resistencia a una visión de Estados Unidos donde solo hay lugar para unos pocos. La elección de Trump de enviar tropas, prohibir máscaras en las manifestaciones y hablar de “insurrección” tiene menos que ver con la seguridad que con el miedo. No el miedo del Estado, sino el que el Estado quiere imponer.

Porque cuando se gobierna desde el miedo, se necesita un enemigo constante. Hoy ese enemigo son los inmigrantes, los activistas, los jóvenes que gritan en las calles. Mañana podría ser cualquiera que piense distinto. Y eso —más allá de la coyuntura migratoria— es lo que está en juego.

Redacción

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