Durante la primera década del 2000, todas las celebrities compartían la misma silueta y el mismo uniforme. Diminutas, bronceadas, eclipsadas por bolsos y vasos de Starbucks tan grandes que las empequeñecían aún más. Llevaban gafas de sol que cubrían media cara y vaqueros de tiro tan bajo que desafiaban las leyes de la física (y de alguna otra ciencia). Nicole Richie, Mischa Barton y Lindsay Lohan flotaban sobre sandalias doradas con plataforma, envueltas en túnicas vintage y peinadas como si acabaran de bajarse de un avión privado con destino a una fiesta de Lenny Kravitz en St. Barts. No era coincidencia: era estrategia de marca. Y había una mente detrás. La de Rachel Zoe.
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