En la vieja planta de Acerías Berisso, donde alguna vez rugieron hornos, hoy sólo resuena el eco del desmantelamiento. Los trabajadores denuncian que la empresa —bajo el silencio cómplice de los despachos— está arrancando, pieza por pieza, los pulmones de una fábrica emblemática de la ciudad.
La conciliación obligatoria dictada por el Ministerio de Trabajo bonaerense es letra muerta: los camiones siguen entrando y saliendo como si transportaran los restos de un cadáver industrial. Los sueldos llegan tarde, cuando llegan, y cada jornada sin respuesta es una herida más a la dignidad obrera.
Los obreros, junto a sus familias, montaron guardia frente a los portones, encendieron fogatas y cortaron la calle para impedir que se sigan llevando lo poco que queda. No reclaman sólo un salario: defienden el derecho a seguir existiendo como clase frente al desierto que quiere imponer la patronal.
Carlos Lazarte, delegado de la UOM, lo resume sin metáforas:
—Nos presentamos todos los días a las seis de la mañana, nuestro horario de siempre, y las puertas siguen cerradas. Rompen la conciliación como si fuera un papel sin valor.
Mientras los burócratas discuten audiencias y los empresarios simulan no quebrar, los obreros vigilan. Saben que detrás de cada camión hay un pedazo de historia arrancado, una máquina que no volverá, una promesa convertida en chatarra.
“Mientras nos entretenían con la audiencia, nos vaciaban la empresa”, dice Lazarte, y la frase cae como un golpe seco, una verdad desnuda entre el humo de las gomas encendidas.
En Acerías Berisso se libra la batalla por los puestos de trabajo. La fábrica agoniza, pero los que la levantaron —con sus manos, con sus años— no están dispuestos a firmar su acta de defunción.
Allí, entre el frío del acero y la furia contenida, resiste la última llama.
Fuente Indymedia Argentina





