En esta temporada triste para la literatura periodística barcelonesa nos ha dejado esta madrugada Arturo San Agustín, que desde 2013 era una firma habitual en La Vanguardia, donde arrancó con sus “Crónicas peatonales”. Siempre teniendo la Barcelona que le apasionaba, tanto como le irritaba, de tema principal –pero desde luego no único-; siempre con un rico fondo de acceso directo a las personalidades que mencionaba, las de los palacios de poder y las de los enclaves populares, y que compartían con él una información que no daban a otros.
Publicitario, periodista, autor prolífico (deja una bibliografía de más de veinte títulos), nació en 1949 y le gustaba reivindicar que lo hizo a pocos metros del Somorrostro, “un barrio de obreros y gitanos” y que creció en la Barceloneta, junto a la fábrica de gas El Arenal, territorio “donde la mar sonaba brava y oscura, el salitre se te metía en la boca y eras consciente de que nunca se te olvidaría aquel sabor marino”. Un barrio cuya actual especulación inmobiliaria le dolía, y le llevó a escribir el libro En mi barrio no había chivatos, donde dio rienda suelta a su faceta más nostálgica.
Su primera gran etapa la vivió en el campo de la publicidad durante los años 70, con agencias como Oeste, Bassat y Grupo de Diseño. Trabajó para firmas de renombre (Gallina Blanca, Beefeater, Nestlé…) y cosechó importantes galardones, entre ellos el del Festival de Cine Publicitario de Cannes, por su talento creativo. Convenció, por ejemplo, a los responsables de Fred Perry de que se anunciaran en inglés. Le replicaron que en España, entonces, lo hablaba poca gente, y Arturo les dijo que precisamente por eso pensarían que el producto “sería mejor que uno español”. La campaña fue un éxito, y poco después lanzó otra de electrodomésticos directamente en alemán, lengua aún menos extendida entre nosotros por aquel entonces, también con inmejorables resultados.
La vocación literaria le pesaba y, aún en la treintena, dejó la publicidad y se lanzó a la vida periodística. En El Periódico de Catalunya mantuvo durante ocho años unas entrevistas que le valieron el premio de periodismo Ciutat de Barcelona, y luego la sección “El pianista del Majestic”. Cubrió extensamente una etapa dorada de la ciudad en torno al año olímpico de 1992, en la que tuvo buena sintonía con el alcalde Pasqual Maragall (aunque luego le criticó la iniciativa del Fórum).

Con Lluis Foix y Jaume Boix, en la Fiesta de Sant Jordi de La Vanguardia 2019
Miquel Benitez
A principios del nuevo siglo se lanzó a publicar una serie de libros donde dejaba testimonio de sus viajes y sus preocupaciones. De temática barcelonesa son La nena del Leopoldo, sobre Rosa Gil, la propietaria del célebre restaurante del Raval, y La noche que quemaron a la mendiga, acerca del atroz asesinato de una indigente.
A Arturo le entusiasmaba el mundo italiano, desde la gastronomía y los paisajes a los ambientes cardenalicios, donde tenía buenos contactos. El buitre en el Tíber y Sapore di Sale (con prólogo de su amigo Joan Manuel Serrat) ofrecían crónicas sentimentales del país, el segundo en un viaje acompañado por los hermanos Lombardo del restaurante Tramonti, del que era fiel cliente. También de ambientación italiana son Amanecer en el Gianicolo y el más reciente, La pamela roja de Sophia (sobre la actriz Sofia Loren).
Su interés por las cuestiones vaticanas lo plasmó en títulos como Un perro verde entre los jóvenes del Papa, donde siguió la masiva jornada mundial de la juventud en Madrid del año 2010, “a cuarenta grados”, según quiso registrar, y De Benedicto a Francisco, donde analizó la sucesión en el pontificado. Creo que a Arturo le hubiera gustado escribir sobre el último cónclave, pero ya no se vio con fuerzas.
Un desplazamiento a Argentina le inspiró Estoy en Buenos Aires, gordo, dedicado a su compañero de redacción Hector Chimirri, torturado por la dictadura. Y en los últimos lustros, muy productivos, narró extensamente sus vivencias de sucesivas épocas en Aragón y Mallorca. Con todas estas obras -documentadas, poéticas, suavemente irónicas, ricas en testimonios variopintos- San Agustín ha constituido no solo una figura de la crónica barcelonesa (en la que nunca faltaron los elementos críticos); también un puntal del periodismo narrativo español del siglo XXI.

Presentando su libro ‘Antes de quitarnos las máscaras’, con Mârius Carol, Quim Vila y el editor Joan Sala
ALEX GARCÍA
Hablaba en tono muy bajo y solía buscar un punto de observación discreto. Era peculiar y algo huidizo: en cierta ocasión quedamos para ir a juntos a un acto en un local, y yo le esperaba dentro. Se acercó, no le gustó la gente, o el sitio, o algo que nunca supe, se dio la vuelta y desapareció sigilosamente.
Le veo aún caminando arriba y abajo –o a derecha e izquierda- del Paseo de Gràcia en interminables paseos matutinos, solo o hablando con su amigo Albert Arbós, con cara de frío, el cuello del abrigo subido, la bufanda bien atada al cuello y las manos en los bolsillos. Le veo leyendo concentrado los periódicos en el bar del hotel Alma, mientras toma un café bajo la mirada cariñosa y cómplice de su propietario Joaquín Ausejo. Mis condolencias a su esposa, Joana Castells, que tan atenta y amorosa estuvo siempre con nuestro amigo, y especialmente en estos últimos años de salud maltrecha.