La erupción complicó a los ciudadanos.
La madrugada del 12 al 13 de agosto de 1991 el viento empujó una niebla gris sobre Chubut. En Puerto Madryn no hubo capas espesas: una llovizna de polvo volcánico que se hacía sentir en los ojos, en la garganta y en los vidrios del auto. La pluma, visible desde satélite, cruzó toda la Patagonia hacia el Atlántico; esa noche del 15 la imagen NOAA la mostraba tendida como una franja oscura sobre la costa chubutense.
El Hudson había explotado en dos actos. Primera fase: breve, el 8 de agosto. Segunda fase: mucho más violenta, desde el 11/12 de agosto, con descargas eléctricas en la nube, columnas de varios kilómetros y caída de tefra durante días. El volcán seguiría activo hasta diciembre.
En el mapa del impacto, Madryn quedó lejos del epicentro pero dentro del alcance. Los estudios técnicos describen un gradiente brutal de espesores: de decenas de centímetros en el área andina a menos de 1 mm en la franja del Atlántico. Para la vida diaria eso se tradujo en polvo en suspensión, barbijos caseros, restricción de actividades al aire libre y re-suspensión eólica cada vez que soplaba fuerte, incluso más de un año después.
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En Comodoro Rivadavia, a 440 km al sur de Madryn, “el día se hizo noche” y la ciudad convivió meses con el polvillo; crónicas locales recuperan testimonios de productores, calles a oscuras y el uso de barbijos en 1991. “Sensación de fin del mundo”, recuerdan.
El golpe más duro cayó sobre el noroeste de Santa Cruz. Los Antiguos y Perito Moreno quedaron cubiertas; durante horas la luz no entró y la gente paleó techos para que no cedieran. Campos, acequias y pasturas quedaron sellados bajo la ceniza.
Ahí aparece la postal que marcó a la región: mortandad masiva de ovinos por falta de agua y comida, colmillos de ceniza entre lana y pastos. Las estimaciones varían según la fuente: desde 600.000 ovejas en la región hasta 1,4 millones en Santa Cruz, con 10 millones de hectáreas afectadas. La cifra exacta depende del recorte temporal y el área, pero todas las series hablan de pérdidas enormes para la ganadería.
La logística se volvió frágil. En rutas, los partes alertaban por baja visibilidad y abrasión; en los pueblos, el agua se enturbiaba y las bombas sufrían desgaste. En la aviación, la nube obligó a ajustar operaciones por el riesgo que implican las cenizas en motores y sensores; incluso a larga distancia hubo incidentes documentados con aeronaves que atravesaron la pluma del Hudson ya sobre Australia.
Para la producción frutícola, Los Antiguos perdió su cosecha de cerezas y necesitó varios años para recuperar los rendimientos; al mismo tiempo, hubo historias de resiliencia y rebrotes que asomaron dos o tres temporadas después. El Mediador.
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La ciencia dejó su propio registro. Modelos de dispersión y relevamientos de tefra estiman que el Hudson inyectó ~2,7 km³ de ceniza a la atmósfera entre el 8 y el 15 de agosto; la señal llegó a Malvinas y se detectó hasta en Antártida. En tierra, los perfiles medidos en Patagonia argentina muestran mantos de 2–15 cm en el interior y huellas milimétricas hacia la costa.
En Madryn, el invierno siguió con ventanas entornadas y trapos húmedos. La costa amanecía con película gris, los autos circulaban con luces encendidas y se recomendaba no barrer en seco. La “llovizna de ceniza” fue más molestia que desastre, pero quedó en la memoria: el día que la ciudad aprendió palabras como “tefra” o “resuspensión”.
En Santa Cruz, la reconstrucción fue maratón: cuatro años le llevó a Los Antiguos sacar toda la ceniza de la trama urbana. Hubo ayuda estatal, créditos, mudanzas de majadas y abandono de establecimientos que no pudieron volver a arrancar.
Treinta años después, cada aniversario vuelve la misma imagen satelital: una franja que atraviesa la estepa hasta el mar. En Puerto Madryn, esa huella explica por qué aquí cayó poco, pero se sintió mucho. La Patagonia entera entendió que un volcán a 700 km puede cambiar un invierno.