La defensa del medioambiente sigue siendo una actividad de alto riesgo en el mundo. En 2024, al menos 146 defensores de tierras y recursos naturales fueron asesinados o desaparecieron. Más del 80% de los casos se registraron en América Latina, lo que reafirma la región como la más peligrosa para quienes protegen los ecosistemas y el territorio de sus comunidades.
Colombia lidera la lista como el país más letal, con 48 asesinatos, casi una tercera parte del total global. Le siguen Guatemala, con 20 muertes, y México, con 18. El caso guatemalteco es particularmente alarmante: los asesinatos se quintuplicaron en comparación con el año anterior, convirtiendo al país en el de mayor tasa per cápita de violencia contra ambientalistas.
Otros países de la región también reportaron pérdidas significativas. Brasil registró 12 asesinatos, mientras que en Honduras, Chile y México se documentó la desaparición de un activista en cada caso. Detrás de estas cifras se encuentran conflictos por el uso de tierras, la extracción de recursos y la presión de industrias como la minería, la tala y la agroindustria.
Desde 2012, organizaciones internacionales contabilizaron más de 2.250 muertes o desapariciones de defensores ambientales en todo el planeta. América Latina concentra casi tres cuartas partes de estos ataques, lo que refleja una violencia sistemática y persistente que afecta a las comunidades más vulnerables.

Comunidades indígenas y campesinas bajo presión
El informe del grupo Global Witness revela que los pueblos indígenas son desproporcionadamente afectados. Aunque representan apenas el 6% de la población mundial, sufrieron un tercio de los ataques registrados en 2024. En América Latina, el 94% de las agresiones contra defensores indígenas tuvo lugar en sus territorios, donde la disputa por tierras ancestrales y recursos es constante.
En regiones como el Cauca, en Colombia, comunidades enteras comenzaron a organizar programas para formar a jóvenes en la defensa ambiental y cultural. Estos “semilleros” buscan transmitir conocimientos tradicionales y fortalecer la resiliencia frente a la violencia.
Los pequeños agricultores también se cuentan entre las principales víctimas, representando más del 35% de los casos en la región. Su situación es crítica porque suelen estar en la primera línea de los conflictos territoriales, enfrentando tanto a actores privados como a grupos armados.
Colombia: epicentro de la violencia ambiental
El departamento de Putumayo, en la Amazonía colombiana, ilustra la gravedad del panorama. Esta región, rica en bosques y ríos, es estratégica para el contrabando y las economías ilícitas. Allí convergen presiones de la minería ilegal, los cultivos de coca y la deforestación, en medio de la presencia de grupos armados.
Los defensores que alzan la voz en este contexto viven bajo amenaza permanente. Las redes criminales transnacionales involucradas en el tráfico de drogas, oro y madera convirtieron a la Amazonía en un territorio de alto riesgo para la defensa ambiental.
La persistencia de estos ataques pone en entredicho la capacidad de los Estados de proteger a sus ciudadanos y de cumplir los compromisos internacionales en materia de derechos humanos y conservación. Mientras la impunidad siga siendo la norma, defender la naturaleza en América Latina continuará siendo una actividad marcada por la violencia.

Las penas y la falta de protección legal
La mayoría de los crímenes contra defensores ambientales en la región queda en la impunidad. Los procesos judiciales avanzan lentamente y pocas veces se alcanza una condena firme contra los responsables intelectuales o materiales de los ataques.
En varios países latinoamericanos existen figuras legales que tipifican delitos como amenazas, homicidios o desapariciones forzadas, pero la protección específica de ambientalistas sigue siendo limitada. Las penas por homicidio pueden alcanzar hasta 40 años de prisión en naciones como Colombia o México, pero la falta de investigaciones profundas y la connivencia con actores armados o económicos reducen su efectividad.
Algunos marcos normativos regionales, como el Acuerdo de Escazú, instan a los gobiernos a garantizar acceso a la información ambiental, protección de los defensores y sanciones ejemplares contra los agresores. Sin embargo, la implementación fue lenta y desigual, dejando a muchos activistas en condiciones de extrema vulnerabilidad.