A primera vista, la respuesta parece sencilla: buena voluntad y escasos recursos. Pero tras esa fachada se esconden crisis, maniobras diplomáticas y ambiciones tecnológicas que, de haber cuajado, habrían convertido a Argentina o Brasil en miembros del selecto club nuclear.
Del pánico atómico a la primera “zona desnuclearizada”

Durante la Guerra Fría, la pesadilla de un holocausto nuclear marcó la política exterior de todo el continente. Inspirados en la iniciativa irlandesa de limitar la proliferación, países como Costa Rica y México impulsaron debates en la ONU: si Europa temía un “escenario Berlín”, Latinoamérica quería evitar un “Cuba 2.0”.
La crisis de 1962 mostró el flanco débil: bastaba un aliado comprometido —La Habana— para convertir playas caribeñas en plataformas de lanzamiento soviéticas. Esa revelación aceleró la diplomacia: México asumió la voz cantante tras el golpe militar brasileño (1964) y encontró eco en casi todas las cancillerías, ansiosas por blindarse ante otra apuesta temeraria de las superpotencias.
Tlatelolco: construcción de un candado jurídico inédito

El Tratado de Tlatelolco prohíbe “el ensayo, uso, fabricación, adquisición o emplazamiento” de armamento nuclear. Firmado en 1967, entró en vigor en 1969 y sentó las bases para posteriores zonas libres en el Pacífico, África y Asia Central. Pero su letra fina incluyó una cláusula polémica: las “explosiones nucleares pacíficas”, una concesión exigida por Brasil y Argentina que les dejaba abierta la ventana a detonar bombas con supuestos fines civiles.
Aunque auxiliar para sellar el compromiso inicial, el artículo se convirtió en caballo de Troya durante los setenta y ochenta, cuando laboratorios secretos brasileños y reactores argentinos coqueteaban con la posibilidad de enriquecer uranio grado militar.
Brasil y Argentina: la tentación del átomo propio

Ambas economías querían dominar todo el ciclo del combustible nuclear y desarrollar misiles balísticos de largo alcance. En Itaguaí (Brasil) y Pilcaniyeu (Argentina) brotaban centrifugadoras sin supervisión de la AIEA. ¿La justificación? Soberanía tecnológica y la opción de detonar “explosiones pacíficas” para megaproyectos hidroeléctricos o mineros.
Sin embargo, la democracia cambió las reglas: los presidentes Alfonsín y Sarney firmaron una serie de acuerdos de verificación recíproca en 1985-88. Pocos años después, se sumaron plenamente a Tlatelolco y al Tratado de No Proliferación (TNP), a la vez que cancelaban sus programas de misiles Cóndor II y SS-300. La elección fue estratégica: integrarse al comercio nuclear civil global, acceder a tecnología occidental y evitar aislamiento financiero.
Costos, rivalidades y la paradoja de la disuasión
Fabricar una bomba requiere miles de millones, equipos de élite y una infraestructura industrial que pocos países latinoamericanos podían sostener sin comprometer otras prioridades. Además, la ausencia de guerras interestatales abiertas desde el siglo XIX y la mediación de la OEA redujeron incentivos para una carrera atómica.
El costo reputacional también pesó: alinearse con el régimen antiproliferación ha rendido a la región acceso a créditos, transferencia de tecnología nuclear civil (reactores de investigación, medicina, energía) y un asiento moral en las conferencias de desarme.
Lecciones para el presente
En medio de nuevas tensiones globales —desde la península de Corea hasta Oriente Medio—, América Latina exhibe un modelo de diplomacia preventiva. Tlatelolco prueba que el multilateralismo periférico puede imponer normas sin depender de potencias nucleares.
No obstante, persisten desafíos: la minería de litio y uranio en el Cono Sur, los drones armados y la tentación de “nacionalizar” ciclos tecnológicos estratégicos. Mantener la región libre de armas nucleares exigirá vigilantes transparentes, financiación para proyectos civiles y liderazgo político capaz de resistir la seducción del poder atómico.
[Fuente: BBC]