En una nota de opinión, el militante de Primero la Patria, Cristian Franco, realiza un paralelismo histórico y una advertencia sobre el futuro geopolítico de nuestra región, al trazar una línea directa entre la estrategia de intervencionismo estadounidense desplegada en Medio Oriente —bajo la justificación de la «guerra contra el terrorismo»— y lo que él identifica como un nuevo ciclo de injerencia que está comenzando en América Latina.
Sábado 1 de noviembre de 2025 (Cristian Franco, para Misiones Plural). Corre el año 2025, a veinticuatro años de los atentados del 11 de septiembre y del posterior intervencionismo de Estados Unidos en Medio Oriente, bajo la narrativa de una supuesta “guerra contra el terrorismo” y la construcción de un enemigo global encarnado en la figura de Osama Bin Laden. Aquella justificación, basada en el miedo y el discurso moralizador de la defensa de la “libertad”, derivó en la destrucción total de Afganistán, tras más de dos décadas de ocupación militar, y posteriormente en la invasión de Irak, legitimada por la etiqueta de “dictador” que se aplicó a Saddam Hussein. Libia sufrió un destino similar con la caída y ejecución de Muamar el Gadafi, y Siria fue escenario de otro intento de desestabilización bajo el mismo libreto, esta vez contra Bashar al-Assad.
Estas prácticas no son nuevas en la política exterior estadounidense. Como bien señala el economista y analista Jorge Beinstein:
“Mientras tanto los gastos militares no dejaron de crecer, impulsados por sucesivas olas belicistas incluidas en el primer gran ciclo de la Guerra Fría (1946-1991) y en el segundo ciclo de la ‘guerra contra el terrorismo’ y las ‘guerras humanitarias’, desde fines de los años 1990 hasta el presente.”
La historia reciente demuestra que cada vez que Estados Unidos declara una guerra “por la libertad”, los resultados son los mismos: devastación, saqueo de recursos naturales y fragmentación social. En este contexto, muchas teorías han surgido en torno a los atentados de las Torres Gemelas. Mientras una versión oficial responsabiliza a Al Qaeda, otras interpretaciones sostienen que se trató de una operación interna, utilizada como excusa para justificar la intervención en Afganistán y garantizar el control estratégico del Asia Central.
Hoy, América Latina parece encaminarse a vivir una versión propia de ese ciclo de intervenciones. La narrativa construida sobre Venezuela, y en particular sobre el presidente Nicolás Maduro, reproduce los mismos patrones discursivos del pasado: acusaciones de “dictadura” y “narcotráfico” sin sustento judicial ni diplomático real. Sin embargo, al comparar un régimen dictatorial con un sistema democrático, queda claro que en una dictadura se accede al poder por la fuerza y se eliminan los contrapesos institucionales, mientras que en Venezuela los procesos electorales —reconocidos incluso por observadores internacionales— se mantienen activos y los poderes del Estado continúan funcionando.

A su vez, el gobierno venezolano ha sostenido una política firme contra el narcotráfico, participando de manera reiterada en instancias de cooperación internacional y recibiendo reconocimientos de organismos como la ONU. Pese a ello, Washington insiste en demonizar al país caribeño y ahora también apunta a otros líderes que representan una agenda soberanista y progresista en la región, como Gustavo Petro en Colombia. Curiosamente, ese mismo rigor no se aplica a gobiernos alineados con su visión neoliberal, como los de Daniel Noboa en Ecuador o Javier Milei en Argentina.
Esto demuestra que el interés norteamericano no se limita a cuestiones de seguridad o derechos humanos, sino que responde a un criterio ideológico y económico. Se busca disciplinar políticamente a los gobiernos que cuestionan la hegemonía de Estados Unidos y resisten el modelo de subordinación geopolítica.
El despliegue reciente de una cuarta parte del potencial militar estadounidense en el Caribe, incluyendo su portaaviones más moderno, debe interpretarse en ese marco: como un mensaje directo a los gobiernos del sur que intentan construir una alternativa multipolar.
El intelectual cubano Eliades Acosta lo sintetiza con precisión al preguntar:
“Si Estados Unidos realmente se opone a las dictaduras, ¿por qué nunca se pronunció contra las que devastaron América Latina durante el siglo XX, con nombres como Videla, Trujillo, Batista, Pinochet o Stroessner?”
La respuesta parece evidente: el problema no son las dictaduras en sí, sino los gobiernos que no se arrodillan ante los intereses de Washington. La etiqueta de “dictador” se aplica selectivamente a quienes representan un obstáculo para la expansión del capital estadounidense sobre los recursos estratégicos del continente: petróleo, litio, gas, agua y alimentos.
La creación de la DEA en los años 80, presentada como una herramienta para combatir el narcotráfico, demostró ser ineficaz: lejos de reducir el tráfico de drogas, coincidió con un aumento exponencial de la producción y exportación de cocaína, especialmente desde Colombia. El llamado “Plan Colombia”, implementado a partir del año 2000 bajo el mismo argumento de “promover la paz” y “fortalecer las instituciones”, tampoco trajo soluciones. Por el contrario, agravó los conflictos internos, aumentó la militarización y profundizó la dependencia económica.
Surge entonces una pregunta inevitable: ¿serán demonizados también los líderes que representan una alternativa política o económica distinta a la de Estados Unidos, como Lula da Silva en Brasil, Gabriel Boric en Chile o Claudia Sheinbaum en México?
América Latina se encuentra ante una encrucijada histórica. La región debe decidir si vuelve a ser un escenario de disputa entre potencias extranjeras o si, por el contrario, fortalece su integración política, su soberanía energética y su independencia ideológica. De lo contrario, el destino del Medio Oriente —devastado por las guerras y el saqueo— podría repetirse en el corazón del continente americano.






