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martes, noviembre 4, 2025

Argentina entre Washington y Beijing: los dilemas de una política exterior soberana

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Por Ignacio Michel para Enfant Terrible

La disputa global entre Estados Unidos y China reconfigura el tablero internacional. En ese escenario, Argentina enfrenta el desafío de sostener relaciones maduras y equilibradas con ambas potencias, sin perder de vista sus intereses nacionales.

Desde la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética, el sistema internacional experimentó la consolidación de Estados Unidos (EE. UU.) como potencia hegemónica global. La globalización en auge invitaba a pensar en “una sociedad global”, mientras que el capitalismo abandonaba el Estado de bienestar que supo construir después de la Segunda Guerra Mundial para mutar en neoliberalismo. A su vez, el Consenso de Washington se imponía en la región latinoamericana, y desde el campo académico norteamericano se hablaba del “fin de la historia” (Fukuyama, 1992). Este período representó “un momento de excepcionalidad histórica, por la abrumadora asimetría de poder a favor de EE. UU.” (Actis y Creus, 2021).

Sin embargo, a comienzos del siglo XXI emergió un nuevo actor desde Oriente: la República Popular China. Inicialmente con influencia regional, China comenzó a integrarse progresivamente al sistema internacional. Su ingreso en la OMC en 2001 “terminó incidiendo sobre las características mismas de la globalización” (Rosales, 2020).

Desde 2013, bajo el liderazgo de Xi Jinping, el país dejó atrás los preceptos de Deng Xiaoping que habían guiado su política exterior: “Ocultar tus capacidades y esperar el momento oportuno” (韬光养晦). Ya para la segunda década del siglo XXI, puede encontrarse en China un actor que deja entrever sus ambiciones geopolíticas y se posiciona en términos de igualdad a la hora de discutir con los Estados Unidos.

No obstante, la reconfiguración de la economía mundial —del Atlántico Norte al Pacífico— responde, en buena medida, a un agotamiento de la hegemonía estadounidense. Aunque las causas son múltiples, dos procesos resultan determinantes y se originan en el primer decenio del siglo XXI.:

En primer lugar, la creación por parte de EE. UU. de un nuevo enemigo global —“el terrorismo”— tras los atentados a las Torres Gemelas en 2001, que derivó en la formulación de la “doctrina de la guerra preventiva” de George W. Bush y en las invasiones a Afganistán e Irak. En segundo lugar, la crisis económico-financiera de 2007-2008, surgida en el propio sistema financiero estadounidense, que luego se propagó a escala mundial (Stiglitz, 2010).

La reciente reelección de Donald Trump y la reactivación del lema America First vuelven a tensionar el tablero global, al reinstalar a China como su principal rival estratégico. La presión diplomática sobre América Latina se intensifica —ahora con Marco Rubio como secretario de Estado—, y la Argentina parece haberse situado dentro de este tablero. Como señaló el exembajador argentino en Beijing, Sabino Vaca Narvaja, el país está en “la peor situación: una dependencia política hacia Estados Unidos y una dependencia económica hacia China”. En efecto, esta doble subordinación evidencia el desafío que tiene por delante la Argentina en pos de construir una política exterior soberana y pragmática.

En cuanto a la relación con China, esta se ha consolidado sobre una marcada complementariedad económica, aunque persiste una fuerte asimetría: cerca del 70 % de las exportaciones argentinas son productos primarios. En este escenario, la reciente apertura indiscriminada de importaciones dispuesta por el gobierno nacional podría profundizar esa brecha y constituye, quizás, el mayor error estratégico frente al gigante asiático, que desde hace décadas se erige como la fábrica del mundo. 

Sin embargo, la relación con China también representa una oportunidad significativa para la Argentina: su enorme mercado interno y su demanda sostenida de alimentos y energía ofrecen un potencial real para diversificar y ampliar las exportaciones nacionales, especialmente si se acompañan con políticas que fomenten el valor agregado y el trabajo argentino.

Hasta la llegada de Javier Milei, los vínculos con Beijing habían crecido de manera exponencial, impulsando inversiones que resultaron claves para el desarrollo argentino en distintos sectores de la economía —energía, minería y agroindustria—, así como en áreas donde prácticamente no existe presencia de capitales de otros países, pero sí de empresas chinas. Estas inversiones se concretaron en proyectos emblemáticos como represas hidroeléctricas, plantas nucleares, parques solares y el swap de monedas, algunas ya en funcionamiento y otras actualmente judicializadas.

En el caso de Estados Unidos, la paradoja es evidente. Mientras los productores de soja norteamericanos presionan a su propio gobierno ante la pérdida de mercados por el aumento de las compras chinas a la Argentina, nuestro país continúa recurriendo a Washington en busca de respaldo financiero. Se trata de un hecho inédito en la historia reciente: el vínculo bilateral se apoya más en la dependencia crediticia que en una relación de cooperación genuina.

Esa dependencia alcanzó niveles insólitos cuando Donald Trump declaró públicamente que el apoyo financiero tenía como objetivo favorecer la candidatura de Javier Milei. Sin embargo, esa subordinación no se traduce en inversiones productivas. No hay perspectivas de que lleguen capitales estadounidenses que impulsen el empleo, la innovación o el desarrollo industrial, precisamente los pilares que la Argentina necesita para fortalecer su soberanía y su inserción internacional.

La pregunta que subyace, entonces, es cuál es el verdadero costo de esa “ayuda” para el gobierno de Milei, una respuesta que, por ahora, sigue sin conocerse oficialmente.

La Argentina se encuentra ante una coyuntura decisiva. En un mundo cada vez más polarizado entre Washington y Beijing, sostener una política exterior soberana implica no elegir un bando, sino definir con claridad sus propios intereses. La verdadera autonomía no se construye desde la dependencia financiera ni desde la retórica ideológica, sino desde una estrategia pragmática que combine diversificación de socios, desarrollo productivo y defensa de los intereses nacionales en el marco de un orden internacional en transformación.

*Foto de portada: Getty images.

Redacción

Fuente: Leer artículo original

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