El 24 de marzo de 2025, el gobierno de Javier Milei publicó en la cuenta de la Casa Rosada en X-Twitter, un video de Agustín Laje, un propagandista libertario. Laje es de esa nueva especie de voceadores que creen que, cuanto más insultante y arrabalero es el discurso, más efectividad tiene en la audiencia. Y el muchacho eligió un tema en el que Argentina es especialista: pensar que presente y futuro radican en el pasado.
Esto ocurrió: cada 24 de marzo, Argentina recuerda el golpe de Estado que en 1976 inició una dictadura política, social y económicamente brutal. El país salió desamparado de aquellos años y Laje quiso ajustar cuentas con él. Como otros antes, lo hizo a su modo: dedicó los 20 minutos del video conmemorativo a atacar a la guerrilla y las organizaciones de izquierda que fueron protagonistas de aquellos años de plomo.
Hasta ahí, nada de novedad, excepto por un solo punto: es la primera vez que un gobierno democrático argentino recuerda el 24 de marzo de 1976 sin poner el foco sobre la dictadura que nació con él, sus crímenes inhumanos y el desastre económico en que acabó sumido el país. A la Casa Rosada de Javier Milei le pareció que ese cut & paste era justo, necesario y preciso. Esto es, revisionismo a medida: en una suerte de kirchnerismo invertido, reinventar la historia a gusto reescribiendo el relato sucio del pasado omitiendo contexto, verdad y, sobre todo, el peso del trabajo institucional de la Justicia. Dos se necesitan para el tango, y también para tironear la memoria y convertirla en carroña que alimente a la manada.
En Argentina, nada parece ser cosa juzgada: todo está sujeto a debate permanente. Incluso hechos y procesos sobre los que había un mediano acuerdo nacional, como el juicio de los escabrosos años 70. En 1985, durante el gobierno de la restauración democrática de Raúl Alfonsín, Argentina se convirtió en el primer país en juzgar a los jefes de la represión militar. Fueron juicios impecables, sostenidos por una investigación profunda y ajustados a derecho, otorgando a los acusados todas las garantías constitucionales para su defensa y alegato. En ese mismo periodo, la Justicia también enjuició a las cúpulas de la guerrilla. Aún es motivo de debate cuán más profundo pudo ser el proceso hacia ambos grupos de acusados –el propio gobierno limitó el alcance del juicio a los líderes, pero excluyó a la inmensa mayoría de los mandos intermedios de las fuerzas armadas, Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo–, pero una amplísima mayoría de la sociedad aceptó el consenso de que los juicios devolvían algún sentido de justicia sobre los crímenes y proveían cierta clausura al pasado. Si alguna evidencia de ello hay es que, en un país que tuvo ocho intentos de golpes de Estado en cincuenta años, los militares han decidido obedecer la Constitución en vez de asaltar el poder cada vez que una crisis azota al país. De algún modo, aquella Justicia alfonsinista fue un triunfo de la política: hoy los enjuiciamientos son reconocidos a nivel internacional como una experiencia de aprendizaje, al punto que otras naciones que han atravesado transiciones tensas los han tomado como referencia para poner el pasado a una distancia donde no haga demasiado daño.
Pero, como sucede con toda victoria, luego vinieron las derrotas. Uno de los grandes beneficios del revisionismo es proveer utilidad a una causa política más o menos marginal que, en condiciones adecuadas, puede volverse existencialmente poderosa. Y el uso de la memoria histórica es muy tentador: provee pegamento para la facción y puede dotar a su discurso de una dimensión distintiva, pues siempre se presenta como una discusión sobre el estado de la nación. Estamos en peligro, debemos volver a ser grandes otra vez, la casta nos empobrece, los otros son el enemigo, y dale que va.
El kirchnerismo fue el primero en parasitar los juicios del alfonsinismo. A inicios de siglo, cuando la economía argentina implotaba una vez más, Néstor Kirchner se apropió del discurso de los derechos humanos como si no hubiesen existido juicios, condenas ni reparaciones para las víctimas. Kirchner invirtió parcialmente las decisiones de otro presidente peronista, el neopopulista Carlos Menem, que pocos años antes había indultado a los enjuiciados durante el gobierno de Alfonsín y decidió que justicia era abrir los juicios por crímenes de los militares, pero no amplió el abanico hacia la guerrilla. Un día se presentó ante un centro de tortura y, como si el pasado no existiera y fuese arcilla que se moldea a placer –lo es–, dijo: “En nombre del Estado, vengo a pedir perdón”. Y reinventó la historia. Mientras se sucedían los juicios, Alfonsín debió enfrentar dos alzamientos sangrientos de militares enojados que olían a tigre; Kirchner recibió un ejército pobre, desarmado y desmoralizado, volvió a meter en prisión a unos dictadores decrépitos y miserables y montó un show para la TV ordenando al jefe del Ejército que descolgara de unas paredes los retratos de varios generales.
El peronismo es un organismo mutante que, por casi ochenta años, ha sido capaz de cambiar de piel para acomodarse a las necesidades de la época. Cuando Alfonsín empujó los juicios, el peronismo se opuso a revisar el pasado y decidió abstenerse de integrar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, la organización de la sociedad civil que reunió una buena parte de la información sobre desapariciones, torturas y asesinatos que permitió condenar a las juntas militares. La nueva versión instrumentalista de Menem borró ese trabajo. La tercera usurpación, bajo el kirchnerismo, profundizó la fractura histórica: mientras el alfonsinismo se ablandaba ante la teoría de los dos demonios –militares y guerrillas enfrentados en la lógica de la violencia–, el kirchnerismo lanzaba toda la carga sobre el terrorismo de Estado.
El gobierno de Milei pretende, ahora, reparar esa falla. La vicepresidenta Victoria Villarruel –nieta, hija, sobrina y esposa de militares– ha levantado la bandera de las reivindicaciones castrenses y en 2024, a la vuelta del fiel revisionista, pidió reabrir las causas por ataques guerrilleros en los años 70. Villarruel cree que la izquierda ha copado el relato y que es tiempo de borrar ese oprobio de la historia oficial. El gobierno de Milei –tal como hizo Laje– equipara los crímenes de la guerrilla a los del terrorismo de Estado y pidió al Congreso que los declarare imprescriptibles, igualando su categoría con las violaciones y muertes producidas por las dictaduras en el poder.
El uso político de la justicia es, siempre, pendular. Y es un grosero error político que compromete el presente y el futuro, pues el movimiento del péndulo hacia un lado presupone la reacción opuesta por venir. Condena el proyecto común de nación al abuso de las mayorías circunstanciales. El historiador David Rieff, autor del magnífico Contra la memoria, sostiene que, en no pocas ocasiones, más que recurrir al permanente recuerdo del pasado, las sociedades deben tratar de pasar página. El olvido (¿el perdón?) como derecho colectivo para acabar con el beneficio sectario.
La justicia opera sobre la ley, pero también requiere una salida política, la de un consenso que facilite los proyectos colectivos comunes de largo plazo. El uso político de la memoria no detiene el tiempo, pero lo empantana y puede comprometer décadas de desarrollo, pues su genética es esencialmente faccional, anticonsensual. Se basa en un juego pendular donde un grupo u otro emplea mentiras y medias verdades, agrandamientos y ocultamientos, selectividad y arbitrariedades para definir la realidad. Los historiadores pueden cometer errores por manejo equivocado de información o ausencia de respaldos suficientes, pero los dirigentes suelen tomar la decisión –aviesa– de inclinar el fiel de la balanza para favorecer la agenda. Son el más claro ejemplo de la sentencia demagógica de que la historia la escriben los ganadores.
Claro, ninguno de estos engaños funciona sin apoyo social. El kirchnerismo cooptó con dinero y poder a varias organizaciones de derechos humanos. La dirigencia de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, valientes durante décadas, sucumbieron al canto de sirenas de los gobiernos de Néstor y Cristina Fernández y enterraron su gloria –y, sobre todo, el respeto que la sociedad tenía por ellas– enredándose en negocios millonarios y corruptos. El mileísmo se monta sobre el temor existencialista de la securitización, el apego por el discurso autoritario y los temores infantiles de sociedades en estado de crisis extrema como la argentina. El país lleva tiempo, dije antes, sin ver a los militares como solución a sus desastres, pero no es conveniente avivar fuegos que otorguen un espacio esencialista –pretoriano– a instituciones verticalistas basadas en la intimidación y la fuerza como policías y ejércitos.
Hace no mucho tiempo, el jurista y filósofo Jaime Malamud Goti, uno de los arquitectos de la política de derechos humanos de Alfonsín, publicó un libro de memorias sobre su experiencia en los juicios de lesa humanidad en Argentina, Sudáfrica, Ruanda y Bosnia. Cuando los juicios perduran, decía, la inculpación institucionalizada es dañina. Unos y otros lanzan piedras sobre el tejado cuando asumen el poder. La polarización y ruptura es tal que no hay diálogo, mucho menos espacio para la sanación. No hay posibilidad de futuro en naciones que se fagocitan, sino un pozo nihilista cada vez más profundo, descrédito creciente hacia las dirigencias y expectativas favorables para los mesías de soluciones mágicas. Malamud Goti cree que el sufrimiento argentino no ha resultado sanador: no ha construido un movimiento colectivo que produzca comunidad.
La facción destruye a la nación haciendo de la historia un arma arrojadiza.
Autor
es periodista y editor. Su libro más reciente es Amado Líder. El universo político detrás de un caudillo populista (HarperCollins México, 2021).