Este viernes, el «Boudoir federal», una obra valiosa que es toda una condensación de la vida privada y política rioplatense en la década de 1840, entra en subasta en la casa Hilario. Pintada por Gaetano Descalzi (1809-1886), la pieza sale a remate con una base de ocho mil dólares.
Estamos en 1845: una joven se mira en el inmenso espejo de su boudoir cubierta con su ropa interior mientras el resto yace desprolijamente en una silla. ¿Se habrá quitado recién la falda y el tocado? ¿Se estará colocando hebillas en su pelo o liberándolo de ellas? Y ese esbozo de sonrisa que vemos reflejada, ¿anuncia la velada que vendrá o, más bien, alude a la que transcurrió?
La escena es de la más pura intimidad si no fuera porque desde la pared de fondo todo lo observa, incólume en su retrato, el gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas.
El juego de miradas traza líneas de fuerza entre el espacio privado y el espacio público que son tan sutiles como firmes: la joven se observa a sí misma y a través del espejo también al artista y a quienes vemos su imagen; Rosas observa la escena completa, casi vigilando a ese artista e incluso a los espectadores; el artista, por su parte, observa a la joven mujer posando para él semivestida, y nosotros asistimos a un cuadro de doméstica intimidad en el que enseguida reconocemos, a la vez, un retrato de ejercicio del poder.
Esta obra preciosa y osada para los tiempos en los que se compuso es el «Boudoir federal», que conocíamos por reproducciones en los libros y que tenía, hasta hoy, paradero desconocido. Me gusta pensar en la historia posible detrás de esta escena, como si fuera un misterio que alcanzó también a la historia de la obra, de su composición y su destino, y que ahora podemos develar.
La composición de la obra
Las iniciales que aparecen en el margen derecho concentran de entrada un pequeño enigma: GD y GB. Las primeras corresponderían a Gaetano Descalzi, el artista genovés llegado al Río de la Plata a mediados de la década de 1820 y autor de la imagen más icónica y favorita de Rosas, con su uniforme militar, su banda, su medalla: Rosas el Grande, que llevó a litografiar a una importante casa parisina enviado por el gobierno rosista en 1841 y que apenas un par de años después reprodujo en el interior del boudoir.
Las segundas iniciales, en cambio, son de atribución incierta, pero indican, por su caligrafía diferenciada, o bien una composición a dos manos o bien la colaboración de un discípulo o bien la legitimación de la autoría por su pertenencia al taller de Descalzi.
Como sea, las erratas y errores que acompañaron la lectura y la atribución de las iniciales parecieron sellar la suerte del «Boudoir federal». A esto se sumó el malentendido sobre su técnica, ya que a veces la obra se registró como óleo y otras como acuarela, incluso en un mismo catálogo, cuando se trata, y es indiscutible al estudiarla en vivo, de una composición mixta de acuarela y grafito sobre papel montado sobre un cartón, quizás con detalles en óleo para las ropas o los jarrones decorativos.
Que también haya habido pequeñas alteraciones registradas en las medidas de 36,7 x 26,4 cm. es apenas una curiosidad ante alteraciones más llamativas: descripciones en las que falta el retrato del Restaurador de las leyes y en las que tampoco está debajo la miniatura oval ni del otro lado la guitarra colgada, con toda su impronta criolla.
Es como si en esa versión, probablemente tardía, se hubieran querido borrar todos los elementos de carga alegórica para dejar únicamente el cuerpo de mujer. Solo que, en el mismo gesto, la imagen original fue despojada de las tres únicas referencias al mundo masculino dentro de ese espacio de femenina intimidad y cambian por completo su sentido.
Esos elementos masculinos participan activamente de la compleja trama de significaciones que hacen tan atractiva y enigmática la obra. Porque si, en el «Boudoir federal», el retrato de Rosas explica el contexto histórico y político mientras la miniatura evoca un contexto familiar, ¿no viene a indicar la guitarra que ese interior afrancesado, en vez de pertenecer a una dama porteña, como en general se lo entendió, le ha sido acondicionado a una joven por su amante, seguramente, él sí, un hijo de la élite?
La pista interpretativa no está dada solo por el motivo del tocador y la mujer a medio vestir propio de la tradición iconográfica francesa, que sugiere oportunamente el especialista en arte rioplatense decimonónico Roberto Amigo, sino por la presencia insólita de la guitarra, que en cualquier boudoir, federal o no, estaría fuera de lugar.
Más todavía: me animo a decir que esas ropas arrojadas sobre la silla se las ha quitado a la vuelta de un paseo su apasionado amante, que ahora la observa oculto tras las pesadas telas que se reflejan en el espejo y disimulan la alcoba.
El destino de la obra
Todo lo anterior permite entender las derivas de la imagen, la confusión entre el original y sus versiones, también las interpretaciones siempre sesgadas o equívocas que esto conllevó en quienes se ocuparon de ella.
Lo cierto, según consta en referencias dispersas, es que la versión conocida como «Dama en el tocador» integró la colección del rosarino Domingo Minetti por lo menos hasta los años sesenta, a quien habría pertenecido también una posible tercera versión, y que una o ambas fueron exhibidas, según testimonian los catálogos, apenas unas tres veces en museos y galerías de Rosario y tal vez de Córdoba.
Y lo que más nos importa: el «Boudoir federal» de Descalzi y GB formó parte de la colección Bonifacio del Carril, quien incluyó la imagen (junto con una descripción con erratas) en su Monumenta Iconographica de 1964, de donde se la ha reproducido en diferentes formatos y para diversos usos desde entonces. Acá se pierde el rastro y empiezan las revelaciones de la investigación.
Cuando Alejandra Uslenghi, especialista en cultura visual del siglo XIX, me contó que apenas unos días atrás había aparecido el «Boudoir federal» y que se encontraba en la casa Hilario. Letras, Artes, Oficios, además de intercambiar con ella emocionadas conjeturas, no pude esperar para verlo.
Y no solo vi por primera vez una obra a la que era imposible tener acceso más que a través de reproducciones de fidelidad dispar. También conocí los entretelones fascinantes de la historia a través del generoso relato de Roberto Vega, quien con sus conocimientos y experiencia de coleccionista y la certificación rigurosa de Amigo, logró reconstruir el tramo perdido a mediados del siglo XX.
Por ejemplo: por un recibo de venta de diciembre de 1961 hoy puede saberse que en esa fecha «Boudoir federal» fue adquirida por José de Elordy; y por un programa de mano, que casi tres décadas después, en octubre de 1989, formó parte de la exposición Iconografía del Río de la Plata en la galería L´Amateur, donde la adquirió el coleccionista que la conservó hasta el final de su vida y de quien procede el original que hizo su aparición.
Esta semana de comienzos de 2005 el «Boudoir federal», una obra valiosa que es toda una condensación de la vida privada y política rioplatense en la década de 1840, entra en subasta en la casa Hilario. En ese hecho encuentro respuestas y me vuelvo a hacer ciertas preguntas.
Confirmo una vez más la necesidad de seguir apostando a la investigación como vía de conocimiento y cuidado de nuestro patrimonio cultural: porque la historia apasionante que les conté es mucho más que la historia de un antiguo cuadro inhallable. Y sobre todo confirmo, ante las múltiples posibilidades abiertas, la importancia de redoblar el compromiso con las instituciones públicas: las únicas que garantizan para el patrimonio artístico una exposición abierta y plural para todas y todos.
En cuanto a la pregunta, no sé qué respuesta tendrá: solo espero poder ver el «Boudoir federal» cada vez que quiera, acompañando otras obras del ya lejano siglo XIX, en la galería de algún museo de la Argentina.