Daniel Morales es el ganador de la 28ª Edición del Premio Clarín Novela . Foto: Mariana Nedelcu.Hoy ha sido un día raro.
Poco después de despertarme, cuando me disponía a entrar en la cocina, una mosca pasó volando a unos centímetros de mi oreja derecha. Grande y gorda, muy negra.
Primero escuché el zumbido, luego la vi, y a continuación recordé que la noche anterior, mientras leía en la cama, una mosca entró en mi dormitorio. Las moscas no son habituales en Inglaterra en pleno invierno, pero no le di mayor importancia. La observé sin levantarme de la cama. Dará vueltas por la casa durante unas horas, pensé, y encontrará una salida. O puede que no la encuentre. La imaginé recorriendo la casa a solas, estrellándose varias veces contra cada ventana antes de probar con la siguiente, la vi entrar y salir de una habitación tras otra preguntándose qué clase de broma macabra era aquella. ¿Dónde estaba la salida? ¿Quién la había encerrado allí y por qué? Su aleteo se volvería más frenético a medida que creciera la ansiedad y después más pesado a medida que creciera el cansancio. ¿Había llegado su hora? ¿De verdad iba a morir de una forma tan tonta? La pobre mosca tardaría todavía un buen rato en aceptar que aquellas paredes frías serían su tumba, pero poco a poco asumiría su derrota, y al cabo de un par de días, exhausta, se retiraría a un lugar apartado y allí se echaría a esperar el final.
Eso fue lo que pensé anoche desde mi cama mientras veía a la mosca recorrer mi habitación muy despacio, casi a cámara lenta, como si la hubieran enviado a hacer una ronda de reconocimiento o como si volara en sueños, sonámbula. Me dio lástima. Estuve tentado de levantarme, abrir una ventana y ayudarla a salir, pero, tras media hora acostado, por fin había conseguido calentar las sábanas, y no estaba dispuesto a salir por nada del mundo. Además, a la pobre mosca tampoco debía de apetecerle salir a la calle.
Hacía un frío de muerte y me parecía improbable que ninguna mosca, ni siquiera una bien alimentada como aquella, sobreviviera más de un par de horas a la humedad de la noche londinense.
Me concentré en el libro que estaba leyendo y poco después me dormí.
Por la mañana, cuando me desperté, me había olvidado por completo de la mosca.
Ahora que ya no estaba bajo la seguridad del edredón nórdico, el frío concentraba todos mis pensamientos. Lo sensato habría sido encender la calefacción, pero mi sueldo no da para esa clase de lujos, y no me quejo. Me considero afortunado de poder alquilar un apartamento para mí solo, y si eso me deja poco margen para otros gastos, lo asumo con gusto.
Mi forma de combatir el frío consiste en enfundarme en cuatro capas de ropa en cuanto salgo de la cama, y eso fue lo que hice esta mañana. Entré en el baño, salí, y he aquí que cuando me dirigía a la cocina volví a encontrármela. La mosca. Era la misma de la noche anterior, pensé. No podía ser otra. Negra, con reflejos azulados y del tamaño de un pistacho, era un moscardón imponente, pero volaba tan despacio, con tanta mansedumbre, que no me produjo asco, sino ternura.
–¿Todavía no has encontrado la salida? –dije.
Por toda respuesta, ella se limitó a seguir flotando en la sala, como un globo aerostático, dejada arrastrar por las invisibles corrientes de aire helado que recorrían mi casa. También ella parecía dirigirse a la cocina. Entramos juntos, y entonces vi a las demás. Eran alrededor de veinte. Grandes y gordas, igual que la otra. Descansaban en el cristal de la ventana, tras el fregadero. Me detuve en seco. ¿Qué estaba pasando? Veinte moscas grandes como pistachos no son una vista agradable, y mucho menos cuando acabas de levantarte y te dispones a preparar el desayuno. Pensé en matarlas a golpes. No con las manos desnudas, sino con la ayuda de un trozo de cartón o un folleto publicitario.
Pero la sola idea de machacarlas contra el cristal me revolvió el estómago. Habría sido distinto de haberse tratado de moscas corrientes, pero aquellos monstruos alados debían de tener un buen montón de sangre en el interior, corazón, estómago, intestinos, y no me apetecía pasarme la mañana recogiendo trozos de alas impregnadas en vísceras. Además, me habría sentido mal conmigo mismo. No soy un psicópata. A partir de determinado tamaño, todo animal o bicho adquiere ciertos derechos, y el más básico de ellos es el derecho a la vida. Matarlos sin causa justificada es cometer asesinato. Aquellas moscas eran lo bastante grandes para gozar de toda una carta de derechos fundamentales, y yo siempre he respetado los derechos fundamentales.
–Haya paz –dije mientras avanzaba despacio hacia la ventana–. No os alteréis, moscas. No quiero haceros daño.
Ellas aguardaron inmóviles, a la expectativa. El menor movimiento en falso por mi parte las haría salir en desbandada, y eso eliminaría en el acto toda posibilidad de someterlas. Se arremolinarían en torno a mí como un torbellino de pistachos negros, trabajarían en equipo para desorientarme y luego abandonarían la cocina y colonizarían la casa entera. Debía mantener la calma.
Alargué lentamente una mano hacia la manilla de la ventana. Una mosca se alejó dando una carrerita sobre el cristal. Giré la manilla. Quienes hayan vivido en estas tierras sabrán que muchas ventanas inglesas tienen la particularidad de nunca abrirse del todo, sino solo uno o dos palmos. Creo que el objetivo es impedir la entrada a los ladrones.
Aquí la mayoría de la gente vive en casas, no en bloques de pisos, y los barrotes no se consideran de buen gusto. Una ventana que nunca se abre del todo es un truco sencillo y elegante para blindar tu hogar contra los intrusos, pero no facilita la tarea si lo que te propones es expulsar a un escuadrón de moscas gigantes de tu cocina. Agarré un rollo de servilletas y traté de guiarlas con suavidad hacia la abertura. Una de ellas echó a volar, no hacia la abertura sino en general, hacia ningún sitio. Después lo hizo otra y después otra. Lo hicieron en sucesión ordenada, no todas a la vez y a lo loco, y eso me ayudó a no entrar en pánico. Extendí los brazos como un espantapájaros para impedir que escaparan hacia la sala de estar. Acorralé a una, la arrinconé hasta que no le quedó otra opción que escapar por la ventana entreabierta, y luego, armándome de paciencia, hice lo mismo con las demás. Al cabo de media hora no había ninguna mosca a la vista. Cerré la ventana y suspiré aliviado.





