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El Ciudadano | Montevideo
@|Es un error de concepto creer que el dólar flota libremente según la oferta y la demanda. En realidad, el Banco Central interviene mediante la fijación de tasas de interés en pesos superiores a la inflación. Al ofrecer una rentabilidad real positiva en moneda local —por ejemplo, una inflación del 4% con una tasa del 9,5%— se incentiva el depósito en pesos y la venta de dólares, lo que reduce su cotización.
Este mecanismo genera un tipo de cambio artificialmente bajo. El efecto inmediato es el abaratamiento de los productos importados, que ingresan al mercado local con precios que la producción nacional no puede igualar. Esta situación perjudica tanto a la industria como al empleo local. Además, encarece los precios de exportación cuando se traducen a dólares, restando competitividad a los productos uruguayos en los mercados internacionales.
Para el consumidor, un dólar bajo mejora su poder adquisitivo en términos regionales: puede comprar bienes importados a bajo costo y viajar al exterior con mayor facilidad. Esta ilusión de bienestar ya ha sido observada en Argentina durante los gobiernos kirchneristas, donde el atraso cambiario sostenido mediante subsidios, controles y emisión monetaria terminó por destruir la capacidad productiva, provocar devaluaciones abruptas, y generar pobreza estructural.
La solución pasa por permitir una suba del tipo de cambio que restablezca la competitividad de la economía. Sin embargo, esto implica un aumento de los precios internos si no se acompaña con una reducción de la carga impositiva. Por ejemplo, una baja del IVA al 15% permitiría compensar la pérdida de poder de compra de los salarios en pesos.
La clave está en equilibrar el ajuste cambiario con una reforma fiscal que alivie a los consumidores sin castigar al sector productivo. Pero esto requiere una decisión política que ningún gobierno dispuesto a sostener un Estado sobredimensionado parece querer tomar. Bajar impuestos obliga a reducir el gasto público, racionalizar estructuras, eliminar cargos innecesarios y recortar programas ineficientes.
Esta es la trampa: mantener un Estado gordo depende de sostener altos impuestos y un tipo de cambio atrasado. La economía nacional queda subordinada a las necesidades del aparato estatal, y no al revés.
Uruguay continúa así atrapado en un modelo que prioriza el gasto político por sobre el desarrollo productivo. Y si no se corrige, el resultado será previsible.
Argentina es el espejo más cercano: el atraso cambiario llevó a la pérdida masiva de reservas, al colapso del crédito, al cierre de miles de empresas nacionales incapaces de competir, a una inflación descontrolada que devoró salarios y ahorros, y finalmente a una devaluación brutal que empobreció a la mayoría de la población. El Estado, sobredimensionado y sin financiamiento, cayó en default y entró en una espiral de ajustes salvajes, recortes drásticos y crisis social.
Uruguay está a tiempo. Pero solo si deja de alimentar al Estado gordo a costa de su gente productiva.
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