Me soplan que el día del apagón se lio una buena. El Palace tiene contratada la electricidad con dos compañías distintas para sortear contingencias, pero el lunes 28 de abril, con el país entero a oscuras, la estratagema se vino abajo. En el hotel Havana, en la otra acera de la Gran Via, donde sí disponían de un grupo electrógeno propio, les recargaron unos focos que usan para los grandes eventos. Aun así, el parche no bastaba para iluminar el vestíbulo y las 60 habitaciones con huéspedes. ¿Qué hacer?
A la luz de las velas, la cocina central resolvió que solo se servirían platos fríos
Algunos trabajadores –suman en total unos 230– doblaron turnos, mientras se establecía un comité de crisis. El departamento de platería comenzó a desempolvar candelabros de los años 1940 y 1950, bellos objetos de anticuario, de unos ocho kilos de peso, que acabaron confiriendo al gran salón una atmósfera entre fantasmagórica y acogedora. A la luz de las velas, se dispuso que solo se prepararían platos fríos, salvo excepciones (una crema de verduras para un niño). El gas funcionaba pero no así la campana extractora, rememoran en la cocina que dirige el chef Jesús Caballero, donde hoy reina la calma; es un decir, porque en los fogones centrales el ritmo resulta electrizante, sobre todo durante la mise en place de las cenas. En la pizarra blanca, notas volanderas: “Íñigo: cheddar y brotes”; “envasar demi-glace”; “pepino cubos, jalapeño rodajas”.
También Miguel Ángel Abalde, uno de los empleados más veteranos de la casa, recuerda otras emergencias que se solventaron con voluntarismo e ingenio. Como el día en que alguien había olvidado anotar que se celebraba una boda. ¿Cómo? Mientras iban llegando los invitados, se montaron cuatro mesas de aperitivos en un pispás, y entretenidos con los canapés, que servían hasta los ujieres, los clientes ni se apercibieron del tremendo despiste. “Entonces éramos una piña”, dice el hoy jefe de sala, un dinosaurio , de los que pelearon en su día por defender los derechos de los trabajadores. Prefiere no salir en la foto.
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Abalde llegó con su madre desde Vigo, “con una mano delante y otra atrás”, durante el tardofranquismo, en una época en que le sorprendió la efervescencia cultural de Barcelona. La madre, Lucila, entró como camarera de piso en el antiguo Ritz y con el tiempo, en 1982, consiguió que su hijo se colocara de aprendiz. Con una estructura entonces muy jerárquica, había que ascender un montón de peldaños hasta alcanzar el puesto de maître.
Antes de la afluencia masiva de turistas, explica, las ganancias de los grandes hoteles procedían sobre todo de las bodas, banquetes y comuniones, ceremonias donde los camareros, en una coreografía exacta, destapaban al unísono las campanas metálicas que cubrían los platos. En la mesa auxiliar, llamada “gueridón”, se deshuesaba el pollo, se desespinaba el lenguado o se flambeaba la crêpe suzette. Se llevaba la salsa bearnesa.
Mientras conversamos, dos turistas norteamericanas, una madre joven y su hija adolescente, almuerzan en una mesa contigua del hall. La niña, de unos 13 años, con unas uña larguísimas de color naranja fluorescente, picotea patatas fritas con desgana, más interesada en el móvil que en su sándwich club. Times are changing, o algo así, cantaba Bob Dylan.
El caballo disecado de Dalí: 400 kilos a pulso

El caballo de Dalí en el hotel Ritz
Arxiu Nacional de Catalunya
En la calurosa mañana del 15 de julio de 1971 se produjo otra situación insólita: cinco arrieros, con la ayuda de otro puñado de hombres, cargaron a peso, por la escalinata principal del Ritz, un caballo blanco disecado que pesaba más de 400 kilos. No cabía en el ascensor. “Lo subieron a gritos y empujones, ignorando a los ilustres huéspedes del hotel, hasta una suite del quinto piso”, cuenta el crítico de arte Ricard Mas. Se trataba de un capricho de Dalí, cliente habitual: un regalo de cumpleaños para Gala, su musa y esposa.