Enviar una carta. Ir hacia una cabina telefónica. Dos acciones que suenan a otros tiempos, las de la espera sin Wi-Fi y la de una vida sin celulares, donde poseer un teléfono en la casa propia parecía un lujo. “Querido Kevin: No sé si recibiste mi última carta desde la cabina telefónica. En realidad, fue la primera y última de las cartas que te escribí desde esa cabina, y esto ahora podría sonar como que fueron dos las cartas que te envié desde esa cabina. Pero si efectivamente recibiste alguna de esas cartas, ¿cómo es que nunca llamaste a la compañía telefónica para decirles dónde me encontraba?”, escribe el narrador de Cartas a Kevin, del escritor norteamericano Stephen Dixon, novela de 2016 editada recientemente por Eterna Cadencia, que había publicado por primera vez al español sus volúmenes Calles y otros relatos (2014) y Ventanas y otros relatos (2015).
El narrador, un hombre llamado Rudy Foy, vive en Nueva York y quiere comunicarse con un amigo de nombre Kevin Wafer, de Palo Alto, California, pero no tiene teléfono. Lo cierto es que cuando va hacia una cabina telefónica tiene la mala fortuna de quedarse atascado más de una semana. La cabina estaba escondida detrás de cientos de otras cabinas en el fondo de una sala enorme, sin que algún trabajador telefónico lo pueda ver.
Como si faltaran cosas, el técnico que se acerca para ayudarlo se olvidó las herramientas, pero tiene una grúa: se lleva a rastras la cabina con, por supuesto, él adentro. Una dificultad tras otra se encadenan en un relato tan hilarante como asombroso, en una suerte de road movie: “la carrera está en marcha, esta carta se va al buzón, yo voy en camino a verte, y que gane el mejor contendiente”.
Renvación del cuento
Realista virtuoso sin dejar de coquetear con lo fantástico, fallecido en 2019, Stephen Dixon apareció como una sorpresa en la renovación del cuento y el relato breve. Pese a no tener el reconocimiento de otros colegas de su generación, fue doblemente finalista del National Book Award por sus novelas Frog e Interstate y como cuentista fue celebrado con el premio O. Henry.
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Escritor prolífico, con más de treinta libros entre cuentos y novelas, nacido en Nueva York en 1936 y contemporáneo de escritores estadounidenses como Thomas Pynchon, Philip Roth, John Irving y Joyce Carol Oates, trabajó como chofer de micro escolar y barman hasta ser periodista. Entre sus entrevistados, se destacaron John F. Kennedy –en ese entonces, senador por Massachusetts–, Richard Nixon –que era vicepresidente– y el dirigente soviético Nikita Kruschev.
Sin embargo, lo que sostuvo a Dixon la mayor parte de su vida fue su trabajo como profesor de la Universidad Johns Hopkins, en Maryland, donde dio seminarios de escritura entre 1980 y 2007, año en que se jubiló.
En Cartas a Dixon, con traducción de Ariel Dilon e ilustraciones maravillosas del propio autor, conviven la novela epistolar con la de aventuras, el clásico roadtrip americano con lo absurdo, donde la libertad creativa de Dixon trasciende cualquier límite, incluso la de su propia época.
Junto a la odisea de Rudy Fox aparecen personajes secundarios que encuentra en el camino; autos, colectivos, taxis, paquetes, trenes, aeropuertos, enfermeros y hospitales. “Los camilleros me agarraron y me arrastraron dentro del hospital, aunque decían que era una terminal aérea. La recepción se parecía a cualquier otra recepción de hospital en la que yo no tendría la menor gana de estar. Empecé a golpear a los camilleros para salir”, dice el narrador, mientras le colocan una camisa de fuerza.
Y continúa: “Obviamente pensaban que yo estaba loco. Y cuanto más cuerdo y sensato declarara ser, más chiflado e incurable me considerarían. ¿Quién sabe? (…) Estoy lejos de ser perfecto, pero no me interesaba que anduvieran ventilando por ahí mis sesos ni mi vida. Para salir de ese lugar, sabía que tenía que ponerme de inmediato a hablar en su idioma”.
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Un embrollo de lenguaje, de cosas, como unos seres llamados translibipianos. A pesar de los enredos, Rudy Fox nunca deja de llevar consigo su máquina de escribir, tipear sobre las teclas y dirigirse a su amigo, el “Querido Kevin” con el cual ansía reencontrarse.
¿Quién es, en definitiva, ese hombre que parece cualquier otro ciudadano de pie norteamericano salvo por su obsesión por querer comunicarse con un amigo que a veces da la sensación de existir sólo en su imaginación? ¿O está allí, en la realidad de su vida, recibiendo las cartas que le manda su amigo?
Hasta su propio destino, Palo Alto, suena a una humorada, con libros que se encuentra en librerías como el Libro de las maneras de llegar a Palo Alto y el Libro de los acertijos de Palo Alto. Varias veces Rudy parece rendirse: llegar hasta allá resulta ser un problema demasiado arduo.
“Ahí fue cuando me di por vencido con eso de llegar a Palo Alto. Después de que termine esta carta me iré derechito a casa. Supongo que sería amable de tu parte decirle a la gente de la casa de al lado que en Nueva York hay un hombre que tiene incluso más deseos que yo de llegar ahí. Pero no veo cómo puedan saber lo mucho que quiero verte, a menos que también ellos tengan su propio pajarito. O que el pájaro de la mujer vuele a decírselo antes de que llegue esta carta. Como sea, chau por ahora. Todo lo mejor, Rudy”.
En un giro kafkiano, Rudy vuelve a su casa, pero le han cambiado la cerradura y no puede entrar a su departamento. Poco después termina esposado por la policía, aunque nunca pierde las esperanzas de ver a Kevin, “cansado de andar en sueños de habitación en habitación”, donde se encuentra de pronto con una mesa servida para él y días después con una cabaña solitaria en los bosques.
“Seguí el río durante tres días con sus noches. Luego vi sobrevolar un avión, oí un silbato de vapor que venía de un barco, tropecé con una vía de ferrocarril y caminé a lo largo de los rieles hasta que llegué a una ciudad en Utah”, escribe el incansable Rudy, que retoma la marcha hacia su amigo con un final tan inesperado como las peripecias que fue experimentando a lo largo de su interminable viaje.
Cartas a Kevin, de Stephen Dixon (Eterna Cadencia).