Charles Baudelaire, el influyente “poeta maldito” francés, perdió a su padre a los seis años. Su madre volvió a estar en pareja y esta situación no produjo un gran agrado en él, aunque mantuvo sin embargo con ella un fuerte vínculo epistolar durante un largo período, entre 1839 y 1866, en tiempos de estudio escritura, mientras los gastos de su vida bohemia eran controlados por un tutor que dispuso la familia pero, aún así, vivía entre deudas y conflictos económicos. Estas angustias y pedidos de envío de dinero son algunos de los temas presentes en el libro Cartas a su madre (Blatt & Ríos) pero también demostraciones de amor hacia ella y confianza en la trascendencia de su obra poética. El volumen reproduce ciento cuarenta de esas misivas, seleccionadas, traducidas y anotadas del epistolario del poeta. La traducción estuvo a cargo de Walter Romero, autor también del prólogo y las notas.

Te enviaré unas flores
“He vendido a la casa Hetzel Las flores del mal por cinco años, tercera edición aumentada, El spleen de París por otros cinco, a seiscientos francos el volumen y una tirada de dos mil ejemplares. Habrá, por lo menos, cinco ediciones de cada uno en cinco años”, cuenta Baudelaire a su madre en una de las cartas.
“El spleen de París está sin terminar, y ni fue entregado a tiempo. Sólo preciso para terminarlo unos quince días más, pero de trabajo intenso. Cometí el error de hacer decaer la actividad que estaba sosteniendo. Pero estoy muy contento con cada parte ya hecha. Será un libro singular”, detalla, y luego le cuenta que la editorial Lévy compró nuevos volúmenes “para aumentar la colección de Edgar Poe”, pero que aún no había vuelto a vender Los paraísos artificiales, uno de sus títulos fundamentales.
Entre reproches y evidencias de una relación conflictiva entre ambos –“Mi querida mamá, necesito sin falta escribirte, caso contrario pensarías que hay gato encerrado. Tu imaginación es absurda. La explicación es mucho más simple. Mis poemas se han interrumpido (me ha dicho el director del periódico) porque aburrían a todo el mundo”– el célebre poeta intercalaba demostraciones de afecto a quien le dio la vida: “Mi querida madre, mi buena mamá, no sé qué decirte, y, sin embargo, son muchas las cosas que quiero decirte. Por lo pronto, muchas ganas de verte”.
Otro ejemplo: “Después de todo, tal vez haya sido bueno que haya tratado con extraños, es una forma de querer más a mi madre”. En algunas despedidas también expresaba ese gran sentimiento hacia ella: “Nunca dejes de escribirme; me gustan tus cartas. En mis tristezas me consuela saber que el amor de mi buena madre se acrecienta en mí; y así debería ser siempre (…) Te doy un beso, y en mi próxima carta te enviaré unas flores tan excepcionales como no has visto nunca en tu vida”.
La magia de lo cotidiano
Un bebé emprende un viaje a través del cuerpo de su mamá: una colina para escalar, un mundo para explorar. Mamá tambor (Pípala, Adriana Hidalgo Editora) propone un recorrido poético por los rincones de la fisonomía de una madre desde los ojos de su pequeño hijo, recién llegado a ese mundo de hechizos y aventuras cotidianas.

“El cuello de mamá/ es un escondite perfecto/ Allí me acurruco/ al cerrar los ojos”, se lee en letras blancas sobre un inmenso cielo azul por el que se recortan las figuras de aves en un azul más oscuro todavía, compañeras de otra que se posa sobre el hombro de la madre que sostiene a su bebé dormido. La ilustración, igual que todas las del libro, es de Marine Schneider, creadora belga que dibuja para libros de chicos y grandes. Los textos de Mamá tambor son de la escritora francesa Pauline Delabroy–Allard, finalista del Premio Gouncourt con su novela Voy a hablar de Sarah; considerada heredera de Marguerite Duras, Patrick Modiano y Annie Ernaux a partir de su libro La hija, en el que realiza una impactante indagación sobre la vida y la literatura.
“Los pelos de mamá/ son bichitos negros y brillantes/ Se mueven cuando ella baila/ tiemblan cuando se enoja”, se lee esta vez en letras negras sobre una ilustración de fondo claro, con unas manos de bebé que parecen querer tejer con sus dedos pequeños enmarañados entre la cabellera de la madre, que se mezcla con flores de colores, mariposas y una libélula.
Un libro de tapas de cartón que ahonda con ternura en este vínculo sólido y de reconocimiento mutuo, con asombro por lo mágico y tranquilidad por la simpleza de lo cotidiano. Su autora, según suele detallarse entre sus datos biográficos, fue madre soltera a los veintidós años.
Un vínculo con fallas
“No sé cómo era mi madre en el trabajo. Me cuesta imaginármelo o adivinarlo. Ella sostenía que ‘odiaba’ su trabajo. –Todo el mundo odia su trabajo, Bridge –solía decirme–. Todo el mundo”. Así empieza Mis fantasmas (Sexto piso), novela de la escritora británica Gwendoline Riley, conocida por explorar las relaciones y dinámicas familiares en sus libros, captando hasta las emociones más crudas. La narradora, Bridge, habla de su madre Helen –separada de su padre cuando ella era muy chica– como un gran enigma. Las dos se juntan anualmente para celebrar sus cumpleaños, que caen en el mismo mes.

Entre uno y otro encuentro se suceden los mensajes, que la hija transcribe en su relato. En épocas anteriores, cuenta, su madre solía enviarle postales por correo electrónico para su cumpleaños o Navidad, en general con caricaturas de animales “que luego ridiculizaba en el mensaje”, como una ocasión en la que mandó un cachorrito con la inscripción “vomito”. El humor, la ironía y hasta, por momentos, el sarcasmo, acompañan el relato de esta joven que describe a su madre y la relación que mantiene con ella sin necesidad de diplomacia ni discursos complacientes.
“Las infelices incursiones que había hecho en el mundo más allá del trabajo desempeñaban un papel en la misma obra: su breve afiliación a una organización llamada IVC, por ejemplo, que era ‘un club social para titulados y profesionales’. Soportó dos salidas con ellos y luego canceló su suscripción”, cuenta Bridge en un momento sobre su madre, así como habla también de su pertenencia al Club del Vino o sus salidas a ver Jazz. La joven intenta entender por qué no termina de establecerse entre ellas el vínculo que, paradójicamente y como sucede tantas veces, se vuelve más tierno y cercano cuando la salud empieza a fallar.
Amor de madre y amor al mar
“Un hombre arroja las cenizas de su madre al mar, camina como si quisiera trazar un mapa de la ciudad, se sienta en un bar, recuerda”, describe Mercedes Alonso en la contratapa de Sobre un cuerpo ausente (La flor azul) del escritor marplatense Juan Bautista Duizeide. Resume en pocas líneas lo que sucede en las primeras páginas de la novela.

“Soy un convencido inconsolable de la disolución y del olvido que nos esperan. Ya no habrá en ninguna parte, en ningún tiempo, nadie que me llame Toti, ni volveré jamás a probar el strudel preparado por tus manos”, dice el narrador de un relato sobre un hijo, una madre y la Argentina de la última dictadura militar vista desde una familia vinculada a la Fuerza Naval.
La madre, por su parte, escribe cartas de amor desesperado y aguarda, cada vez, el regreso de su hijo desde la isla en la que transcurren sus semanas, entre tareas militares y aprendizajes acerca de la vida.
Piloto de la marina mercante, Duizeide navegó por los océanos Atlántico y el Pacífico; el Mar del Norte y el Báltico. Luego recorrió a vela todo el Litoral atlántico argentino
En Sobre un cuerpo ausente conviven términos propios de la navegación con citas de letras de rock de la época; frases de autores como Homero.o Borges y un poema de Alfonsina Storni, homenajeada en un monumento en la ciudad natal del autor. “A quien tanto querías”, dice el narrador antes de transcribir el poema que dedica a su madre, en aquella ceremonia inicial del libro: “Decid, oh muertos, ¿quién os puso un día / Así acostados junto al mar sonoro? / ¿Comprendía quien fuera que los muertos / Se hastían ya del camino de las aves / Y os han puesto muy cerca de las olas / Porque sintáis del mar azul, el ronco / Bramido que apavora?”.
Cartas a su madre, de Charles Baudelaire (Blatt & Ríos); Mamá tambor, de Pauline Delabroy-Allard (Pípala); Mis fantasmas, de Gwendoline Riley (Sexto piso) y Sobre un cuerpo ausente, de Juan Bautista Duizeide (La flor azul).