Un hombre se yergue, de espaldas, sobre un promontorio rocoso. Ha alcanzado una cumbre, pero no la más alta de todas. Frente a él se elevan nuevas cimas inalcanzables, majestuosas, un abismo de áspera verticalidad, suavizada apenas por una niebla inquieta. El cielo, inmenso, es el único contrapunto de serenidad. Las nubes, indiferentes, flotan sobre su prima, la niebla. El protagonista de la escena es el excursionista que la contempla.
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