En un tiempo en el que la música más básica parece haberse apoderado del público, resulta muy extraño que otra música, compleja, extraña, que parece atentar contra los nervios, la paciencia y el baile, congregue a tanta gente en un estadio casi completo.
Paradojas del mercado: BEAT, técnicamente una banda “nueva”, llenó el Movistar Arena en la noche del viernes y logró que su despliegue de virtuosismo aplicado a las matemáticas musicales, fuera aplaudido rabiosamente.

La historia viene de lejos; había una vez una banda llamada King Crimson, que habitaba el lado oscuro del rock sinfónico, seguida por unos cuantos fieles pero no por las muchedumbres que vivaban a Yes y Genesis en los años ’70. Eran tiempos en los que el rock gobernaba la tierra por medio de sus múltiples brazos que, como un delta, se expandían hasta el infinito.
Al igual que a los dinosaurios, corre el mito de que el rock sinfónico fue eliminado por un meteorito llamado punk, que dio nacimiento a una especie más simple, bautizada new-wave. Sin embargo, ese organismo llamado King Crimson mutó y se convirtió en una nueva raza de velociraptors, adecuada para los años ’80. Un King Crimson 2.0 que dejó una trilogía de discos venerados como pirámides de pueblos originarios.
BEAT recoge ese legado y lo trasladó a 2025, de la mano de Adrian Belew y Tony Levin, sobrevivientes de aquel segundo King Crimson.

El fundador y líder de King Crimson, Robert Fripp, también ha cambiado e incentivado por su mujer Toyah Wilcox, deveno en figura de Instagram, donde se deja despeinar y pintar la cara mientras interpreta jocosas versiones de temas clásicos del rock.
Hay que decirlo: Robert Fripp tiró la chancleta; ese hombre del rock serio y académico, es hoy un señor convertido en Stan Laurel, el integrante delgado del mítico dúo cómico El Gordo y El Flaco (sin querer extrapolar la metáfora a la mujer de Fripp, una diosa burbujeante).

Belew y Levin aceptaron el manto y cubrieron la vacante de Fripp con Steve Vai, uno de los guitarristas más apabullantemente virtuosos de la historia; sus solos suelen ser verdaderas carreras de velocidad. Bill Bruford fue reemplazado por Danny Carey, baterista de Tool, compleja maquinaria metálica.
Contundencia y complejidad
Sin efectos especiales, sin locos juegos lumínicos, BEAT hizo levitar al Movistar Arena solamente con la contundencia y la complejidad de su música, que incluye métricas irregulares, el sonido del stick de Tony Levin (un híbrido de bajo y guitarra que toca pulsando sobre el diapasón) e intrincados telares de guitarras desplegados sobre riffs impredecibles.

Un elefante muy bien dibujado presidía toda la escena y pareció ser suficiente. El paquidermo tiene su origen en el primero de esos discos del King Crimson de los años ’80, Discipline, donde Adrian Belew conseguía imitar el sonido de un elefante con guitarra en el tema Elephant Talk. Con el correr de la noche se fueron develando los detalles de esta nueva especie musical llamada Beat.
Tony Levin es ese obrero silencioso que sostiene todo el edificio a través de su stick y un bajo tradicional (tuneado de amarillo, con el logo de Three of a perfect pair, tercer y último disco de King Crimson 2.0), acompañado correctamente por el baterista Carey, al que parece faltarle esa liviandad del jazz que tenía Bill Bruford a la que suplió con el golpe pesado que desarrolló en Tool (lo que explica la presencia de amantes del heavy metal en el recinto).
Adrian Belew, cantante principal, y guitarrista que se mete por donde no hay camino, era como el capataz de la obra. La pregunta era ¿cómo encajaría Steve Vai en ese tramado? ¿Jugaría como un falso Fripp? ¿Arrancaría ovaciones con su estilo desenfadado y su aluvión de notas por minuto? Nada de eso.
Una segunda parte
“Espero que hayan disfrutado el intervalo de veinte minutos”, dijo Belew tras el receso, poco habitual en cualquier concierto de rock. Pero resultó balsámico tras la primera parte en donde el grupo acometió el repertorio más arduo, con la excepción de Neal And Jack And Me, del segundo álbum de aquella legendaria trilogía crimsoniana, Beat.

Sin embargo, la atención del público fue plena, respetuosa, como no queriendo alterar el equilibrio perfecto de la naturaleza musical de la noche. Steve Vai hacía intervenciones rápidas, sin querer gambetear toda la cancha, y Belew se encargaba de los solos estridentes.
Principio de revelación: Steve Vai, cuando quiere, sabe jugar en equipo. Era como si, por voluntad propia, hubiera tocado con la correa corta. Pareció tratarse de una estrategia: en el segundo segmento, BEAT soltó a la bestia.
Tras una entrada percusiva a cargo de Belew y Carey que hicieron lo más parecido a una batucada light que se le pueda pedir a esta gente, el grupo se zambulló en un número que solo interpretan esporádicamente y que resultó lo mejor de la velada: The Sheltering Sky, título extraído de una novela de Paul Bowles.

Con un clima absolutamente logrado, Steve Vai fue desplegando sus dedos como una tarántula que se despereza y maravillando al público con su destreza y también con su buen gusto. Belew no se quedó atrás; además de ser un buen cantante, su guitarra parece convocar al reino animal y genera especies sonoras imposibles a través de pedales, moduladores y hasta su propio cuerpo.
En Sleepless, Tony Levin deplegó sus uñas, en extensiones que él mismo inventó (se llaman “funk fingers”), donde sus dedos operan a través de ellas como si fueran palillos de batería.
Hubo también tiempo para canciones (o lo más parecido a ellas) conocidas por ese público altamente especializado, como la bella balada Matte Kudasai, Elephant Talk, y esa salvajada titulada Indiscipline, que dejó al SAME en alerta por posibles ACV. Falsa alarma: era el disfrute de una música que no es para todo el mundo, tocada por músicos que parecen habitar otro planeta.

Hubo un regalo final; Adrian Belew explicó que BEAT se había formado para reinterpretar el repertorio de King Crimson de los ’80, pero se permitió “agradecer” al público con una excelente versión de Red (1974), una extrapolación de otro tiempo, en el que sonaba tan marciana como hoy.

Hasta Charly García, presente en el estadio, pareció disfrutar de este show tan atípico y demandante de atención al detalle, al rulo enrevesado, al funk dislocado. Sin dudas, Beat es una falla del mercado. ¡Pero qué linda falla!