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martes, marzo 25, 2025

Cheque en blanco: la Argentina de Milei después de la globalización

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Bastaron dos minutos de un discurso del vicepresidente de Estados Unidos, JD Vance, en un foro de empresarios tecnológicos que se celebró esta semana, para dejar al desnudo la naturaleza del proyecto globalizador que se deplegó desde Washington tras la caída del muro de Berlín y confirmar, al mismo tiempo, que la ultraderecha global no es una reacción contra ese neoliberalismo sino una continuación de la misma tarea con otras herramientas que se adaptan mejor a los nuevos tiempos que ellos mismos ayudaron a forjar. Son palabras muy claras que echan luz sobre el papel de Javier Milei y su gobierno, la relación con el FMI y con Donald Trump y el riesgo que eso significa para la Argentina.

Vance explicó que la clase dirigente de norteamericana siempre tuvo dos presunciones al hablar de globalización: “La primera es asumir que se puede separar la fabricación de las cosas y el diseño de las cosas. La idea de la globalización era que los países ricos avanzarían en la cadena de valor mientras que los países pobres se encargarían del trabajo más sencillo. Que al abrir la caja de un iPhone diría ‘Diseñado en Cupertino, California’. Ahora bien, la implicancia, por supuesto, es que estaría fabricado en Shenzhen o algún otro lugar. Y sí, algunas personas perderían su trabajo en la industria manufacturera pero podrían aprender a diseñar o, como se dice ahora, aprender a programar.”

Pero cometieron un error: «Resulta que en los lugares donde se fabrican las cosas se hicieron muy buenos en el diseño de las cosas. Hay efectos de red, como ustedes saben. Las empresas que diseñan productos trabajan con empresas que los fabrican. Comparten patentes de propiedad intelectual, comparten manuales de procedimiento y en algunos casos incluso comparten empleados clave. Nosotros asumimos que las otras naciones quedarían detrás nuestro en la cadena de valor pero resultó que a medida que se hacían mejores en las tareas de menor valor en una punta de la cadena, también empezaron a alcanzarnos en la punta superior. Estamos apretados desde los dos flancos”, admitió.

La segunda presunción es “que el trabajo barato es fundamentalmente una muleta que inhibe la innovación”, dijo. “Incluso diría que es una droga a la que demasiadas empresas norteamericanas se hicieron adictas. Si podés producir algo más barato, es mucho más fácil hacer eso antes que innovar. Y tanto cuando deslocalizamos fábricas en busca de sueldos baratos como cuando importamos trabajo barato a través de nuestro sistema de inmigración eso se ha vuelto la droga de las economías occidentales. Si mirás, en casi cualquier país, desde Canadá hasta el Reino Unido, donde importan grandes cantidades de trabajo barato, la productividad se estanca. Y no creo que sea una casualidad”, concluyó.

Se pueden sacar tres conclusiones de esta confesión, que no revela nada que no fuera sabido pero saca el asunto del terreno de las especulaciones o hipótesis ideológicas y lo pone sobre la mesa de la realpolitik. La primera es la más evidente: la promesa de que las recetas neoliberales llevarían al progreso de los países más pobres ocultaba un mecanismo de sometimiento que el objetivo contrario, sostener un status quo de matriz colonial. Queda al descubierto la hipocresía ideológica del libre mercado, que dominó la política occidental durante décadas montada sobre principios morales y una apropiación del concepto de democracia (análogo a la que se hace hoy con la libertad) que fueron descartados en cuanto dejaron de ser útiles.

Segundo: como señaló en su cuenta de X el empresario y analista político francés Arnaud Bertrand, existe una profunda ironía en que un sistema “diseñado, en teoría, para expandir los principios de mercado en todo el mundo, sea abandonado precisamente porque funcionó demasiado bien”. Entonces, “cuando China tuvo más éxito que el esperado, la respuesta no fue celebrar la validación de la efectividad del sistema sino cambiar sus reglas”. El tercero, concluye, es una lección para todos los países periféricos: “El desarrollo económico requerirá desafiar al orden económico dominado por los Estados Unidos, que ve en cada avance una amenaza antes que un fruto del éxito”. Palabras que resuenan fuerte en Argentina.

Javier Milei espera (necesita) dólares frescos y, por ahora, debe conformarse con celebrar una declaración del Departamento de Estado que prohibe el ingreso a ese país a Cristina Fernández de Kirchner, que fue gestionada desde Buenos Aires como un gesto político y adoptada sin muchos peros por Marco Rubio, un halcón republicano de Florida que tiene una larga historia de adversidad hacia la expresidenta. La utilización de la diplomacia contra opositores políticos de aliados es una larguísima tradición de Washington que esta semana fue confirmada por la filtración de documentos clasificados sobre el asesinato de Kennedy, que no agregaron nada nuevo sobre ese caso pero sí dieron nuevos elementos que confirman los métodos de la CIA en todo el mundo y en América Latina en particular.

Pero ni esta novedad, ni una eventual confirmación de la Corte Suprema ilegítima respecto a la condena contra CFK, que la dejaría efectivamente proscrita y con riesgo de ir presa, van a detener la sangría de dólares del Banco Central, que a este ritmo no llega sin devaluar ni a las elecciones ni, quién sabe, a semana santa. En el camino que imaginan en el gobierno, con mucha buena voluntad, al acuerdo con el FMI le seguirían otros préstamos de organismos internacionales (un mecanismo que ya se utilizó, aunque con otros montos, en las negociaciones durante el gobierno del Frente de Todos) y con esas divisas se calmarían las dudas cambiarias, Argentina accedería al crédito privado y los pajaritos cantan y las nubes se levantan.

Puede salir bien pero tiene bastantes problemas, el más urgente de todos es que el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional todavía no existe, lo que no significó un obstáculo para que 129 abnegados legisladores lo aprobaran en una nueva página vergonzosa de la historia del Congreso. En la Casa Rosada hablan de fines de abril como fecha límite pero el desarme de las posiciones que hacían bicicleta financiera acelera los tiempos necesariamente. Aunque los medios de comunicación lo tienen entre algodones y evitan usar la palabra corrida para mantener las aguas calmas, no hay otro término para describir la dinámica de los últimos días. Sin (mucha) plata fresca urgente esto puede descomponerse muy rápido.

Se da una extraña paradoja: en el momento en el que Milei parece más débil, más apoyo recibe por parte de un establishment que no sólo lo sostiene sino que también lo impulsa y lo ayuda a avanzar. Ese fenómeno tiene una explicación, que desarrolla sintéticamente y con maestría el filósofo brasileño Rodrigo Nunes en su breve ensayo “Bolsonarismo y extrema derecha global”, que editó en la Argentina la editorial Tinta Limón. Analizando el gobierno del expresidente brasileño Nunes plantea que ante “la falta de consistencia orgánica” y por “su condición de conjunto de tendencias y enjambres de emprendedores políticos”, el bolsonarismo tuvo que recurrir a pilares corporativos “para asegurar cierta solidez”.

Por ejemplo, dice, “el programa ultraliberal del ministro Paulo Guedes y la promesa de desregulación en todas las áreas, desde la campaña, ofrecían fabulosas posibilidades de apropiación económica” que le valieron el apoyo de sectores que se enriquecen con esos negocios. Sobre esos pilares, “Bolsonaro se equilibró a pesar de todo”, concluye, como “un gobernante que era más valioso cuanto más débil, ya que su debilidad se traducía, para quienes lo apoyaban, en la multiplicación de oportunidades de negocios”. La descripción cuadra perfectamente con el gobierno de Milei y el último párrafo, especialmente, explica con precisión lo que le está pasando desde que comenzó a tropezar (Davos, Libra, represión y después).

¿Cuánto margen tiene el presidente argentino, en este contexto, para negarse a cualquiera de las condiciones que ponga sobre la mesa el FMI? Se habla mucho de montos y plazos y poco de lo que van a pedir a cambio: reformas estructurales y privatizaciones, seguro, como siempre. Pero vivimos en una época en la que el “como siempre” está devaluado. Podría ser cualquier cosa. En ese sentido resulta incorrecto caracterizar la abdicación del Congreso como un cheque en blanco a Milei. En realidad es un cheque en blanco a las corporaciones de las que este Milei depende para que su gobierno no tenga un final abrupto, trágico y prematuro que lo obligaría a rendir cuentas ante la justicia antes de lo que pensaba.

El martes pasado, el jefe de asesores y titular del plan nuclear que consiste en deshacer seis décadas de desarrollo tecnológico nacional, Demian Reidel, disertó en el Hotel Four Seasons ante un público conformado por CEOs y empresarios extranjeros. “Tenemos grandes extensiones de tierra con acceso a energía y agua, climas fríos, que es la cereza del postre para el enfriamiento de los sistemas AI, y además estamos en un área sin conflictos armados, tsunamis ni terremotos. No hay muchos lugares en la Tierra con esas cualidades”, ofreció generosamente antes de rematar: “Obviamente, el problema es que estas áreas están pobladas de argentinos. Esto es una de las cosas que hemos arreglado”. Se hace todo a la vista.

Redacción

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