Chile vuelve a mirarse en el espejo incómodo de su historia y descubre, una vez más, que el reflejo no ofrece certezas sino interrogantes. En los albores de las elecciones presidenciales más imprevisibles desde el retorno a la democracia, el país andino ensaya un experimento monumental: voto obligatorio y registro automático para todos los mayores de edad. En un país que durante décadas se enorgulleció de su institucionalismo sobrio, la política se enfrenta ahora al vértigo puro de lo inesperado.
Porque la verdadera novedad no es la papeleta ni el recuento. Es el sujeto político que aparece de golpe en escena: esos millones de chilenos que jamás se habían sentido interpelados por el proceso democrático y que ahora serán arrastrados, como por un torbellino, hacia la urna. Una ciudadanía de bordes difusos, a veces antipolítica, a veces radicalizada, a veces profundamente hastiada. Un electorado que no teme el voto de protesta, que convierte la volatilidad en método y la desafección en identidad.
Detrás de esta irrupción masiva está, por supuesto, la crisis de participación que el voto voluntario había dejado al desnudo. Elecciones presidenciales con menos del 50% de participación sonaban a anomalía para un país que, desde 1990, se esforzó en exhibirse como modelo regional de transición ordenada, crecimiento estable y democracia madura. Pero esa fachada empezó a resquebrajarse hace años, mucho antes del estallido social de 2019. El Chile que se había creído inmune a las fisuras latinoamericanas descubrió que bajo la superficie había una sociedad fragmentada, resentida, polarizada, con territorios abandonados a su suerte y comunas que no se sentían parte del pacto democrático.
La incorporación obligatoria de esos electores —muchos de ellos retraídos, desconectados de la política, atravesados por miedos y rabias— se convierte hoy en el gran factor de incertidumbre. No responden a los ejes tradicionales de izquierda y derecha; tampoco sienten lealtad hacia figuras o partidos. Es un voto que puede virar en cuestión de horas, que se informa por WhatsApp, que se aferra a lo inmediato, lo visceral, lo irracional. Y que, paradójicamente, tiene el poder de inclinar la balanza en una elección histórica.
La otra arista —silenciosa pero decisiva— es el voto extranjero. Casi 900.000 migrantes habilitados, 100.000 de ellos recién incorporados este año. Una legislación que permitiría a cualquier observador externo pensar en un país progresista y cosmopolita, aunque en realidad surge de una Constitución nacida bajo la sombra de la dictadura de Pinochet. La ironía histórica es brutal. Hoy, un contingente enorme de venezolanos que escapó de su propio desastre político votará en Chile con los fantasmas de su país tatuados en la memoria. Ese miedo, traducido en rechazo a cualquier proyecto que identifiquen —justificada o injustificadamente— con el chavismo, puede inclinar decisivamente hacia la derecha. Incluso hacia una derecha que los estigmatiza, promete expulsiones masivas o cierre de fronteras. La política es, ante todo, un terreno de contradicciones.
En este paisaje, la derecha chilena se enfrenta a sí misma como no lo hacía desde hace décadas. No es una disputa programática sino moral, identitaria, casi psicológica. Kast promete orden y emergencia, un regreso a las certezas perdidas, mientras se presenta como un conservador recauchado, dispuesto a modular su discurso para no espantar al votante moderado. Matthei, heredera de la derecha tradicional, lucha contra sus propios fantasmas —el piñerismo, las viejas disputas, el hartazgo del electorado“razonable”— e intenta seducir al centro que mira con desconfianza al oficialismo. Kaiser, por su parte, irrumpe con la furia iconoclasta típica de los libertarios más extremos: propone campos de reconducción en la frontera, elogia a Bukele, denosta a la “casta” y promete demoler el Estado como si el país fuera un laboratorio para fantasías ultraliberales.
Lo sorprendente es que, en algún punto, todos estos discursos encuentran eco. No en la ciudadanía politizada tradicional, sino en ese nuevo votante obligado que se siente traicionado por todos, que ha vivido la inflación, la inseguridad, la crisis migratoria y el desencanto con un sistema político incapaz de ofrecer respuestas claras. Un país que rechazó dos constituciones en dos años —una progresista y otra conservadora— porque su problema no es el contenido del texto sino el cansancio existencial, la sensación de estar atrapado en un ciclo interminable de promesas rotas.
Esa es la paradoja de Chile: un país históricamente ordenado hoy se precipita hacia un escenario en el que el caos electoral puede ser la norma. Donde 20% de indecisos adquiere el mismo peso que un programa económico completo. Donde la participación, lejos de ser garantía de legitimidad, puede terminar siendo la chispa de un nuevo terremoto político.
En el fondo, esta elección no solo definirá quién ocupará La Moneda. Definirá qué país quiere ser Chile en el siglo XXI: el de la estabilidad y el consenso institucional o el de la furia social, la polarización y el experimento permanente. Por ahora, el país parece asomarse a ese borde con la mezcla habitual de vértigo y esperanza. Y con la certeza inquietante de que, en estas elecciones, nadie sabe realmente qué puede pasar.





