A las cinco de la mañana los comercios de Bermejo, en Bolivia, abren. Es ahí cuando empieza el movimiento de este lado del río, en la localidad salteña de Aguas Blancas. No hay tiempo que perder: hay que bajar en la terminal de micros o llegar con un vehículo hasta la frontera, burlar el paso legal y buscar una vía rápida que no es otra cosa que saltar la pequeña muralla que intenta negar el paso. Esa es la que quieren reemplazar con un muro más alto y con alambre de púas, como parte del «Plan Güemes» para fortalecer nuestra frontera.
Son 200 metros desde el control de Migraciones hasta la terminal y hay al menos dos formas de bajar rápido a la playa de manera ilegal. La primera, la abertura que está a menos de 50 metros de la terminal; la segunda, una bajada improvisada con piedras a la que hay que llegar caminando por una cornisa que está detrás del paredón de la terminal.
Después hay una tercera vía, no tan popular como las dos anteriores: es el rumor que corre, que señala la existencia de casitas que están al sur, a 300 metros de donde termina la estación de micros. Cobrar para permitir libre paso por atrás, y desde allí hacia el río Bermejo sin grandes problemas.
El equipo de Clarín toma la segunda vía, y desciende por la escalera de rocas que rápidamente concede un escenario impactante: la vegetación frondosa es el inicio de un camino que desemboca, pocos metros más allá, en una extensa porción de terreno arenoso. Es ahí en donde los bagayeros se guarecen del sol como pueden: bajo los árboles, bajo tablones de madera abandonados, o en carpas improvisadas.
Si bien los comercios bolivianos abren a las cinco de la mañana, hasta las cinco de la tarde aproximadamente siguen trabajando. Y el tiempo, que pasa volando, deja algunas situaciones inconclusas. El miércoles hubo una crecida del río, y eso complicó los planes para algunos bagayeros, que no pudieron cruzar al país vecino.
Ana es una de las que se quedó sin pasar, y se hacen ya las cuatro de la tarde. La mujer tiene un negocio en Orán, en donde vende ropa y calzados que compra en Bolivia. «Todos trabajamos, la gente es buena. El comercio mueve todo lo que es Bermejo y Orán, esto que pasa ahora (con el «Plan Güemes» y el cerco en la frontera) muestra que a veces quedamos perjudicados los que trabajamos honestamente. Con el tema del narcotráfico y la hoja de coca… nos unen a todos en un solo rubro», dice mientras busca una sombra.
Una consigna de la Prefectura Naval Argentina (PNA) permanece frente a la costa, para bloquear el paso, y ya es casi un hecho que, al menos del lado argentino, no hay mucho para seguir esperando.
«Esto cambió, ahora están más tranquilos. Los primeros días, cuando vino la ministra (Patricia Bullrich, quien presentó la intervención de la Prefectura Naval Argentina en Aguas Blancas el 9 de diciembre) sí nos paraban y solo podíamos pasar por la aduana. Después se fue calmando, pasaron dos semanas y se fue normalizando», cuenta Ana.
En la costa, una flota de chalanas de diferentes colores está detenida, lo mismo que un gomón que se recuesta en la playa, entre las rocas. Al volver de Bolivia, los bagayeros tienen dos opciones: volver en chalana o jugarse por el gomón.
Ana dice que la chalana puede salir entre $ 500 o $ 1.000, dependiendo el horario. Este «medio de transporte» es el más económico, pero tiene una contra, ya que no permite volver desde Bolivia con gran cantidad de «bultos». Tal vez, un bolso de mano, paquetes ligeros.
El gomón, al contrario, puede costar hasta $ 5.000, mucho más, pero los bultos que se pueden llevar son más pesados y requieren de un viaje en diagonal desde la costa boliviana hasta la llamada «finca Carina», un territorio privado que está a 3 kilómetros de Aguas Blancas. Por ese lugar salen los bagayeros más osados e intrépidos, que pagan una suerte de peaje en esas tierras para evitar el control fronterizo legal, en donde la franquicia de ingreso se estipula en US$ 300 de forma mensual.
La proporción de los que se vuelcan por la vía ilegal por sobre la legal es aplastante según estimaciones del interventor municipal, Adrián Zigarán: chalanas acapara el 15% del bagayero, mientras que la finca Carina se lleva el 85% restante. En un buen día, pueden facturar de $ 50.000 a $ 100.000.
La imagen del lado boliviano llama la atención cuando unos camiones comienzan a descargar pilas y pilas de gomones. Esos son los mismos que pagan y usan los bagayeros para devolverse a la Argentina. Se ve cómo parten al menos cuatro gomones cubiertos con lonas azules desde la costa en sentido del río hacia lo que se presume que es la finca.
«Del lado boliviano están prohibidos los gomones desde hace más de un año. Sin embargo, estuvimos hace unos días con la Naval de Bolivia. El gomón se tira en Bolivia, llega a finca Carina, después se tira de nuevo hacia Bolivia y lo reciben los camiones del lado boliviano. Frente a la Naval están los cuatro o cinco camioncitos que van a buscar los gomones y vuelven. Si vos los querés agarrar, agarralos ahí», fue la crítica de Zigarán respecto de esto.
El cerrojo en L que propone la iniciativa —que constaría de los 200 metros de alambrado y los agentes federales bloqueando el paso de gente desde y hacia el sur— no alcanzaría a la zona de Carina. Esa, la más elegida para los viajes, queda a una distancia que permite pasar de largo gracias a la corriente del río.
«Con Prefectura en algún momento se van a poner de acuerdo para que se termine el tema de los gomones. Ahora, si no entienden que tienen que mutar en otra cosa se complica el bagayeo. Finca Carina es totalmente ilegal. Pero vos cerrás ese puerto y te explota el pueblo, se enciende Bermejo», resumió el interventor.
Ana comenta que al valor del viaje en gomón hay que sumarle otro precio: lo que te puede cobrar un auto dentro de la finca para llevarte con la mercadería hasta la ruta 50. Unos kilómetros más allá, por la misma ruta de camino a Orán, hay que salir al Puesto 28, donde se hacen controles de Gendarmería Nacional con escáner para revisar las cargas.
«Muchas veces pasa que al bagayero le meten droga sin que se dé cuenta«, remarca Ana. Y es una de las cosas a las que se exponen al hacer lo que hacen: que les coloquen droga entre los bultos que trasladan y que se conviertan en los típicos «perejiles».
Otros, tal vez al tanto, buscarán evitarse el control bordeando el puesto por el monte. Por ahí se puede pasar cualquier cosa: desde algo pesado, hasta las hojas de coca, y cualquier droga. «La gente, que sabe que a la tarde son más estrictos con los controles, lo que hace es trabajar temprano y pasar antes», agrega la mujer.
Desde el Puesto 28 aún queda un tramo de 23 kilómetros aproximadamente hasta San Ramón de la Nueva Orán, en donde se encuentra el playón al que llega la mercadería y desde el cual se distribuye a todo el país, con micros que salen cargados hacia Buenos Aires y cualquier otro punto del mapa. Unos 53 kilómetros de recorrido desde Bermejo en Bolivia hasta su destino semifinal en Orán.
Quién es quién en la ruta del contrabando
Pero no solo los bagayeros tientan a la suerte cada vez que bajan por las escaleras empinadas de aquel paredón gris que se levanta del lado boliviano. También están los chancheros, los paseros, los carreteros, los lomeadores y hasta los campaneros.
Los paseros y los carreteros de la frontera suelen trabajar por servicio específico, cruzando el río Bermejo con mercadería que entregan a otros. Los paseros, en particular, tienen trato diario con los bagayeros, tanto en la frontera como en las inmediaciones del Puesto 28.
El pasero que camina por el puesto de control de Gendarmería Nacional cobra por bulto cargado. Su trabajo existe por una simple razón: los bagayeros tienen prohibido pasar más de un bulto por persona en el escáner, entonces para traer de más y no tener inconvenientes lo que hacen es delegar paseros que llevan un bulto cada uno.
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Para entenderlo, si un bagayero llega al control 28 con cinco bultos de mercadería en su vehículo, solo podrá pasar uno y tendrá que pagarle a cuatro paseros para que se encarguen del traslado de los demás bultos. A los paseros les pagan unos $ 2.000 o $ 3.000 por viaje, y por lo general están gran parte del día yendo y viniendo en auto de un lado a otro del puesto.
Una vez que pasan el bulto por el escáner, cobran y se vuelven a subir a un auto (que tiene un conductor, que también se lleva una comisión por hacer ese tramo). El vehículo — que va atestado de personas— cruza por la banquina de la ruta 50 hasta el otro lado del Puesto 28, se bajan todos los paseros y cruzan hacia la otra mano. Ahí se les delega un nuevo bulto que pasarán por el escáner, en un ciclo sin fin.
Los paseros tienen su ramificación. No solo están los que suben y bajan de autos frente al puesto, sino que existe un tipo de pasero que se denomina vulgarmente «lomeador», que es el que transporta las mercaderías más pesadas: electrodomésticos, pero también drogas.
El lomeador, a diferencia del pasero común, se abre paso por el monte, cargando con grandes pesos en su espalda, y va por detrás del puesto 28. Para evitar posibles controles fugaces de la Gendarmería, estos lomeadores tienen el apoyo de los llamados «campaneros», que por lo general son mujeres o niños que patrullan los montes con radio en mano para avisar sobre posibles imprevistos.
Los chancheros sí son un caso aparte: a diferencia de los bagayeros, estos se escabullen sobre todo por la noche. Por lo general trafican hojas de coca y tabaco, y suelen ser los más osados porque se tiran directamente al río con el bulto, sin ningún tipo de seguridad. Van flotando con la mercadería que llevan, sin saber qué llevan. Los chancheros son grupos de hasta 30 personas que responden a un jefe que les encomienda un bulto a cada uno, y cruzan el río así, a ciegas y a veces sin saber nadar. Estos pueden facturar de $ 100.000 a $ 200.000 por día.
La aventura del chanchero tiene su propio capítulo, su propia ruta. Ni bien orillan en la finca, del lado argentino, se trasladan con su bulto hasta «el playón de descarga», desde allí se comunican con los campaneros para saber si es que hay vía libre para seguir bajando hacia Orán. Si todo está despejado — es decir, si no hay gendarmes a la vista— el chanchero toma su carga y se arroja por el río Pescado, otra corriente de agua que pasa por detrás del Puesto 28, más allá de los montes que cruzan los lomeadores.
Así va el chanchero, flotando como puede, hasta orillar río abajo en el playón de carga, desde donde se distribuirá la hoja de coca y el tabaco.
El factor principal de la ruta que toman es la crecida del río: si la hay, ellos navegan con el bulto y es más difícil para la Gendarmería interceptarlos; pero si el río está bajo, los agentes los pueden detectar más fácilmente en cualquier punto del recorrido. Muchas veces, los mismos gendarmes son los que tienen que socorrer a los chancheros más inexpertos que se ahogan en el río.
En plena frontera, en Aguas Blancas, es llamativo para algunos ver cómo dos chancheros se arrojan con sus cargas desde Bolivia al río en plena tarde. Van gritando, envalentonados, a través de la salvaje corriente que los arrastra lejos del paso legal argentino, para entregar la mercadería e iniciar una misión casi suicida.
Con emoción, dos chicos de unos once o doce años señalan como locos hacia los temerarios que se arrojan a flotar por el Bermejo. Atrás, una chica más grande mastica hoja de coca. Son del grupo que no pudo pasar, y aunque no esperan a nadie, se quedaron a mirar.
—Pobrecito ese, amigo… pobre— lamenta uno de los dos, que parece que de la emoción total pasó a la angustia al ver cómo el chanchero trata de domar, sin éxito, el bulto que le hace de flotador en el río.
AS