La vocación europeísta de Barcelona ha hecho que en diferentes momentos de su historia más reciente la ciudad haya apostado por ser la sede de organismos comunitarios o por ser reconocida oficialmente como el referente continental en diversos ámbitos.
En más de una ocasión –recordemos la decepción que supuso no conseguir llevar a la torre Glòries la Agencia del Medicamento y la barriobajera guerra de culpabilidades que se desencadenó entre las formaciones políticas– esas aspiraciones han terminado en fracasos que no han minado la voluntad de volver a intentarlo de nuevo.
Ahora, Barcelona tiene todos los números para convertirse en la primera Capital Europea del Comercio de Proximidad. Parece un traje a medida de una ciudad que ha elaborado una buena candidatura echando mano de esa fórmula, la de la colaboración público-privada, que puede parecer gastada de tan cacareada pero que no tiene recambio posible.
Cada vez cuesta más ver las diferencias entre el paisaje comercial de Barcelona y el de cualquier otra ciudad
Me gustaría equivocarme, pero me temo que la obtención de esa distinción, si es que llega, no servirá para revertir una involución que se antoja imparable, una tendencia que hace que cada vez resulte más difícil encontrar las ocho diferencias entre el paisaje comercial de Barcelona y el de cualquier otra gran ciudad global.
Cierto es que, en la mayoría de los casos a duras penas, todavía sobreviven negocios especializados, que ofrecen calidad en el producto y en la atención al público. Celebramos cuando una tienda centenaria se muestra resiliente a la subida de los alquileres de los locales, a los nuevos hábitos de compra y consumo y a la falta de relevo generacional.
Uno de los rótulos comerciales que, con variantes, más se repiten en Barcelona
Àlex Garcia
Pero es evidente que Barcelona –y el mal de todos no ha de ser nuestro consuelo– está perdiendo identidad comercial, del comercio de proximidad hemos pasado al comercio de banalidad y a sus múltiples manifestaciones. Algunas de ellas son auténticas minas de oro que atraen como moscas a la miel, más por lo que proyectan que por lo que en realidad ofrecen, a nativos y, sobre todo, forasteros de paso o expats con cero voluntad de integración. Otras ocupan locales en los que, a pesar de la fuerte inversión realizada, no entra un alma, lo que lleva inevitablemente a sospechar a los malpensados, entre los que me incluyo, si no se tratara de la tapadera de un negocio nada visible y mucho más rentable.
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Es la Barcelona de los brunch de tostada de aguacate, queso blanco y hojita de rúcula a 20 euros (eso sí, muy instagramables y tiktokeras); de los nos siempre especiales cafés de especialidad; de las colas para adquirir por menos de un euro una porción de cheescake que un youtuber consiguió hacer pasar por una delicatessen artesanal sin parangón en el mundo; de los establecimientos que satisfacen esa súbita obsesión por la manicura, sushi o el ramen que se ha apoderado de los seres humanos; de las clínicas de estética que acabarán haciendo buena aquella plegaria del “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”; o de los supermercados 24 horas que surgen como setas en todos los barrios.





