Esta es la entrevista, sin ninguna duda, más singular que me haya tocado hacer: a mi propia hija Soledad Villamil, que en este momento es una de las tres actrices, junto con Julieta Díaz y Pilar Gamboa, que protagonizan la obra de teatro Las hijas. Su autora es Ariadna Asturzzi, está dirigida por Adrián Suar y se da, con un éxito colosal, en esa preciosa sala que es el Teatro Maipo.
Si pensamos en cómo la obra viene siendo recibida por el público (agotaron todas funciones desde su estreno el 15 de septiembre, con más de 13.000 espectadores en 20 funciones, y seis funciones por semana: jueves, dos los viernes y los sábados y una los domingos), parece evidente que la relación entre madres e hijas y también entre hermanas, toca aspectos muy profundos de las emociones humanas; a la vez ridículos, cómicos y dolorosos.
En Las hijas, tres hermanas se proponen festejarle el cumpleaños a su madre, pero además de la celebración hay otro propósito: hablar sobre si la madre está en condiciones de seguir manejando su vida, ya que tiene una enfermedad que avanza.
A propósito del tema de la obra, el jefe de esta sección en la que escribo desde hace muchos años, me pregunta hace unos días, «¿qué te parece una entrevista con Soledad?”. El vínculo madre-hija visto desde el ángulo más personal nuestro, hasta la forma ficcional que asume en Las hijas, nos resulta, a mí y a Soledad, una buena idea; quizás no fácil, pero en cualquier caso, tentadora. Aceptamos.
«Uff» dice Soledad mientras el fotógrafo se prepara para hacer su trabajo, «cómo sufro el momento de las fotos”. «Qué raro -le comento-, hace ya tiempo que tu profesión te obliga a hacerte fotos; nunca me imaginé que te costara». Y agrego, un poco afligida, «cuántas cosas desconocemos de aquellos que tenemos más cerca«.
La entrevista ocurre en la misma casa donde crecieron Soledad y sus dos hermanos, Camila y Nicolás, y de donde salieron para continuar con sus vidas y tener sus propios hijos.
Es justo la hora del té y nos encontramos sentadas a la mesa que nos acompaña desde siempre: un sólido mueble para amasar pan que pertenecía a la cocina de los bisabuelos Villamil. Tiene más de cien años esta mesa, y viene asistiendo a incontables acontecimientos. La hora del té figura entre los que más nos gustan; es un rito familiar que entusiastamente va pasando de generación en generación.

Y también es un gusto muy compartido, de grandes a pequeños, la afición por cocinar, desde los escones ingleses hasta la bagna cauda italiana, pasando por platos chinos y japoneses.
Todo lo que no sabemos
-Soli (le digo Soli, y no Sole o Soledad) pensando en las cosas que un niño o un adolescente no suele contar a a sus padres, ¿qué recuerdos tenés en ese sentido?
-Un momento crítico fue cuando cumplí los doce años, la entrada a la pubertad. Me costaba decir qué me pasaba, me metía para adentro y eran tantas las cosas que ocurrían en mi imaginación, que me enojaba y me frustraba. No me sentía incomprendida, no. Era yo la que me encontraba en esa situación.
-Fue un estado más de esa época, ¿no?, incluso más que después en la adolescencia, un momento en el que creo que te abriste mucho.
-Sí, alrededor de los 15 o 16 años salí de ese ostracismo interior, de esa especie de crisis existencial: se agitaban todo el tiempo muchas cosas en mi cabeza y en mis emociones y cuando veía una película o terminaba un libro quedaba envuelta en ellos. Pensaba mucho en qué sería de mí en el futuro.
-Por otro lado, fuiste muy madura muy pronto. ¿Tenés también esa sensación?
-Sí, una sensación de responsabilidad prematura; me sentía más madura que la edad que realmente tenía. Quizás porque era la mayor de los hermanos, vos y papá trabajaban mucho y yo pensaba que debía ocuparme de ellos. Pero supongo que les pasa a muchos hermanos mayores.

La pequeña filósofa
Le recuerdo a Soli una historia de cuando era pequeña. Un amigo, al que hacía varios años que no veíamos, la había invitado a un paseo con sus propios hijos. Y cuando la trajo de nuevo a casa me dijo: «Aquí te devuelvo a la pequeña filósofa”. Tenía apenas cuatro años y un vocabulario notable.
Soledad no recuerda esa historia. Pero sí que desde que era muy chiquita le interesaban mucho las cosas y el porqué de las cosas. Dice: «Tanto vos como papá tenían siempre explicaciones para darme».
-Ahora soy yo la que no recuerda.
-¡Si! A los dos les interesaba la manera en que funcionaba el mundo, la cuestionaban, se hacían preguntas y me daban respuestas. Mucho en relación a los fenómenos sociales y políticos, pero también a los artísticos.
-¿Es a lo mejor algo que construís ahora? ¿O sentís que realmente te pasaba?
-No, no, es algo que sentía, me acuerdo perfectamente. Y también que no nos edulcoraban nada y que no adaptaban las respuestas a lo que supuestamente un niño o una niña pueden entender. Todo lo contrario de la película La vida es bella, en la que un padre embellece para su hijo un campo de concentración.

La primogénita
Soledad fue primera hija, y tanto del lado materno como paterno, primera nieta y primera sobrina. Hasta que nació Camila pasaron tres años y medio y durante ese tiempo fue la monarca absoluta del pequeño reino familiar.
-¿Te parecía un privilegio especial o algo natural?
-Sabía que era una nena muy querida y que el amor de mis abuelas, por ejemplo, era incondicional. Por supuesto que lo fueron también con mis hermanos, pero durante aquel tiempo era única. Algo sin duda muy bueno, aunque después se pagan precios.
-¿En qué sentido?
-En que creés que esa princesa es una imagen que van a seguir devolviéndote. Había sido así para mis abuelas, pero ya no para el mundo en general.

Desde muy pequeñita, incluso antes de la escuela primaria, Soledad empezó con sus clases de música. Tenía muchas condiciones y yo pensaba que sería su carrera. Pero cuando a los 15 años, circunstancialmente, tomó una primera clase de teatro, encontró que este era –para decirlo pomposamente- su destino. Para mí, en cambio, fue una gran desilusión. Continuó, sin embargo, también con la música. Fue pasando sucesivamente, y a veces simultáneamente, por clases de piano, flauta traversa, guitarra, audioperceptiva y canto, que fue lo más persistente y que regresó por otro camino.
Entretanto comenzó a cursar el conservatorio de música de La Lucila y pensó incluso en estudiar educación musical en la facultad de Bellas Artes de la Plata.
-Me pregunto recién en este momento cuánto te condicionaban mis expectativas respecto de tu dedicación a la música.
-(Se ríe) Sí, me sentía un poco presionada; sabía que para vos era importante. Pero también oscilaba; por un lado, la música me gustaba; por el otro, me resultaba una obligación un poco pesada.

-Y bastante sacrificada.
-Me acuerdo de los sábados en los que salía tempano desde casa, en Palermo, hasta el conservatorio de La Lucila en el colectivo 59. Medio dormida, con mi flauta traversa y la sensación de no haber estudiado lo suficiente durante la semana.
-Pasados los años volviste a la música, a cantar.
-Sí, y es un placer inconmensurable. Pero estudiar música no era para mí una tortura. Y ojo, no lo estoy diciendo (sonríe) para esta nota: no tengo ningún reproche para hacerte.
– Aquella primera clase de teatro, en un curso extraescolar, fue para vos un deslumbramiento.
-Me doy cuenta ahora de que no quería estudiar teatro sólo porque ambicionaba ser actriz; me interesaba, me interesa, el teatro en todos sus aspectos: la puesta en escena, la dirección, la iluminación, el vestuario, la escritura. Me influyó también, viendo tus ensayos (N. de R.: Laura se dedica a la danza), conocer ese mundo desde adentro.

Tres hijas, tres hermanas
Un domingo, hace poco, fui a ver en el Centro Borges -por décima vez- El fondo de la escena. Es una obra que dirige Federico Olivera, el marido de Soledad, y se centra en la relación entre tres hermanas. Al salir, en otra sala, aprovecho para ver un documental sobre Martha Argerich y su relación con sus tres hijas. Los que nos lleva a pensar en Las tres hermanas de Chejov, las tres hermanas de El rey Lear de Shakespeare o Hanna y sus hermanas de Woody Allen.
«Debe ser una relación arquetípica», dice Soledad. «Las mujeres, creo, podemos hablar con cierta facilidad sobre aquello que nos pasa. Tenemos más capacidad de exponer nuestras emociones que los hombres. Me parece que tres hermanas (se ríe), son un tema que da para escribir más que el de tres hermanos”.
-¿Hay algo que te afecte, en una manera personal, de tu personaje Inés en «Las hijas»?
No siempre de la misma manera, aunque sí. Las emociones de Inés no son las mías, pero tengo que pasarlas por mí. Más allá de los ensayos, llevamos unas pocas semanas de funciones, así que todo es relativamente nuevo. Pero cuando leí la obra por primera vez no comprendí a Inés como la comprendo ahora. Sé que es muy distinta a mí, pero entiendo ahora mejor sus sentimientos, sus posiciones, la manera en que elaboró -como pudo- su relación con esa madre tan dura hacia ella.

-Y que es tan distinta para cada hija.
-Uno de los grandes aciertos de la obra es cómo cada una de ellas recuerda una madre distinta. Creo que el impacto emocional que Las hijas tiene en el público, que se ríe a carcajadas y también llora –mucha gente nos espera a la salida para contarnos lo que les pasó-, es que la madre está hecha con pedazos de muchos modelos maternales, incluso de nosotras tres como tales, porque las tres actrices tenemos hijos.
-Para volver al punto del principio, ¿conocés todo de tus propias hijas? Porque esta es una época que propicia, en general, una relación más abierta entre madres e hijas.
-No, no sé todo, pero me parece que es algo bueno. Todo ser humano es un misterio, incluso entre los lazos más íntimos. ¡Si ni siquiera sabemos todo de nosotros mismos!