Empezamos el recorrido a pie en dirección a la playa durante las horas muertas en las que incluso la ciudad que nunca duerme descansa. Salimos a las cinco de la mañana, y las aceras de Brooklyn están repletas de vestigios de la noche anterior, un jueves de verano: por un rato, solo avistamos ratas comiendo restos de pizza, vasos y botellas con restos de bebidas, bolsas de plástico cogiendo calor e incluso prendas de ropa que han perdido a sus dueños. Sobre las siete el barrio se empieza a desperezar, con algún corredor optimista luchando contra el calor, y transeúntes que se activan con la ciudad, paseando a sus perros o yendo a por el primer café.
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