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viernes, junio 20, 2025

Cuando la plata no alcanza [basado en hechos reales]

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La cosa era así: todos los años te compraban un par de zapatos y uno de zapatillas.

Los primeros eran tipo náuticos y debían subir y bajar del colectivo diariamente. También era necesario que ascendieran las escaleras del colegio y, con la misma prestancia, descendieran hasta depositarte en tierra firme para caminar por el área peatonal durante todo el año lectivo.

En marzo quedaban grandes, en diciembre estaban rígidos y reducidos, como la jubilación de un médico. Los zapatos, en el caso de una fiesta de quince o casamiento de una tía, nos transportarían -debidamente ilustrados-, mientras que las zapatillas, en función de cómo había venido el verano, serían Topper o Adidas. Algún año especialmente malo para la cuenta familiar llegaron unas Flechas (que ahora están muy de moda) pero New Balance y Nike, aparecieron cuando el secundario describía su curva hacia la convertibilidad.

En esa época sin internet para contrastar el precio de las cosas -práctica habitual en los niños de esta época- un par de zapatillas botitas no tenía precio, pero tenía un valor maravilloso.

La propiedad privada era marcadamente hereditaria, razón por la que el saco azul del tío era el envoltorio natural de un niño en los 80s, cada mañana, salvo el milagroso caso de un primo mayor y cuidadoso. Fortuna que no tuvo el autor de esta nota. Mientras tanto, las camisas venían de a dos por año y a veces tenían unos puños que daban dos vueltas sobre sí mismos.

Un invierno como este, hace 30 años, tenía estalactitas y todos las mirábamos con la nariz dentro de la bufanda -que muchas veces tenían más olor a pucho que a humano-.

Hablando de fumar, el mundo se dividía entre los que compraban fasos rubios o negros. Le Mans o Parisiennes, pero la etiqueta de 20 indefectiblemente costaba $1,40 y su condición propietaria siempre era colectiva: fumaban todos los amigos hasta que se acababa. Cuando éramos niños, este vicio secreto se ocultaba comiendo mandarinas y la plata era diurna, porque su extensión duraba un día.

La nostalgia romantiza épocas ajustadas, pero entonces nuestros abuelos jubilados, misteriosamente eran ricos a los ojos de un niño porque siempre, pero siempre, tenía guita para darte y comprar un helado o invitarte un café. El frío les trataba con elegancia y sus tapados era la demostración de la dignidad en abrigo, así como el perfume a naftalina repetía su amor por el invierno cada año.

Yo sólo quería contar esta historia

Se dice que una persona, al partir de este mundo, es lo que deja en los demás. Y no me refiero a pilchas usadas, o bienes personales. Me refiero a dejar valor en quienes le suceden.

Esta anécdota lo involucra a mi papá -que me demostró ser el hombre más valiente del barrio y del cuadrante norte de la ciudad-. Y conviene destacar un aspecto morfológico porque una persona valiosa posee valor, mientras que una valiente proyecta su coraje hacia los demás, así como ser brilloso tiene brillo propio, y lo brillante genera brillantez.

La historia se desarrolla en febrero de 1989, cuando yo tenía 13 años y un amigo me invitó a ir de campamento. El plan fue preparado minuciosamente durante varias tardes del verano y suponía instalarnos en Tala Huasi, muy cerca del río, pescar y usar incansablemente unos cuchillos de camping marca Solingen. Altas expectativas y provisiones reducidas: arroz, unas latas de caballa, carpa canadiense (no se habían difundido las iglúes para ese entonces) y unos mangos para la carnecita asada del último día. Mi inutilidad para el turismo silvestre -que mantengo intacta- no me atemorizaba y mi único miedo era que no me dejaran ir.

La suerte estuvo de mi lado y Jorge -el papá de mi amigo- habló con mi mamá, el mando duro de convencer, con resultado favorable porque era buen vecino, convincente y abogado -en el orden que el lector prefiera-.

Yo la había pasado en vela la noche fantaseando con fogones adornados de la pesca del día -cuyas proporciones no guardaban ninguna relación con la fauna acuática del valle de Punilla- y mi ansiedad estaba en niveles descontrolados cuando llegó el sábado a la mañana. Aunque nada podía fallar, sucedió. Los padres habían acordado darle diez pesos a cada excursionista y en casa no había plata.

Nosotros éramos una familia clase media y no pasábamos necesidades, pero ese fin de semana algún gasto se cruzó con mi destino en tiempos que no había cajeros automáticos, transferencias o alias.

Me encontré a mis viejos en la mesa de la cocina enfrentando una tensión electrizante y sin ningún margen para agarrar la renoleta e ir al centro -donde tal vez sí hubiera alguna solución a través de mi abuela, o cajeros generosos, en el caso que la cuenta sueldo de mis viejos lo permitiera-.  Es un recuerdo tan poderoso que, al volver sobre mí, me conmociona.

La cancelación me golpeaba cada segundo del reloj de la cocina hasta que mi papá, el hombre más valiente del mundo, se puso unos jeans, tocó el timbre a un vecino y le pidió prestado diez pesos. Mis diez pesos.

Los padres de mi amigo nos llevaron en un Ford Taunus y desde la ventanilla de atrás vi a mis viejos enfundados en sus cosas, arreglando el jardín, mientras yo me iba desde la infancia hasta el mundo real.

Redacción

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