Mar, 2 diciembre, 2025
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“Cuando salta la liebre…”

Nuestras democracias, las plenas y las imperfectas según The Economist, sobreviven al ritmo de dos procesos divergentes. Por un lado, la velocidad con que avanza la mutación científico-tecnológica que agita el planeta; por otro, la incertidumbre que cunde en estas democracias sujetas a modificaciones trascendentes. La técnica marcha pues a paso firme; la política lo hace en cambio abrumada por saltos imprevistos. Como dice un antiguo refrán, donde menos se piensa salta la liebre.

Pruebas al canto en nuestra región. Argentina, junto con el Brasil de Bolsonaro, fue precursora de un sobresalto que nadie o muy pocos esperaban: el outsider Milei irrumpió con éxito, y fraguó de entrada una alianza afectiva y eficaz con Donald Trump que le vino de perillas cuando otro desbarajuste en el mercado de cambios cobró cuerpo durante la campaña electoral. A la manera de un bajel antiguo en medio de una tormenta, que oscila bruscamente de babor a estribor, el Gobierno reforzado por la victoria electoral es ahora un soldado fiel de la política exterior de los Estados Unidos. La voltereta asombrosa de un país “antiyanqui” en el curso de un par de años.

Esta marea no se detuvo hasta cubrir gran parte de las democracias en el sur del continente. Es probable que a mediados del mes próximo se confirme en la segunda vuelta el triunfo de la derecha en Chile, incorporándose así a un lote que también integran Paraguay, Bolivia, Ecuador, quizás más adelante Perú y Colombia. Solo quedaría apartado, con su incomparable volumen, el Brasil de Lula da Silva si logra la reelección.

Junto con Brasil se ubica la democracia uruguaya, la única que, de acuerdo con los requisitos de The Economist, le vale el título de democracia plena. Uruguay da cuenta por tanto de una democracia centrípeta, en la que dos coaliciones, una que mira hacia la izquierda y otra hacia la derecha, convergen en un espacio de centro moderado.

Otro es el panorama de las democracias centrífugas, un modelo que abarca a la mayoría de los países de la región. En lugar de una competencia moderada, predomina en ellos una polarización excluyente con actores que se inclinan hacia los extremos. El cuadro se reproduce en Argentina, en Chile, Bolivia y Ecuador, sin que en estos casos se advierta una responsabilidad compartida entre gobernantes y opositores. Con diversos acentos, la política suele adquirir un perfil belicoso como si la democracia asistiera a un torneo de suma cero.

¿Significan estos resultados que ya todo está dicho? En absoluto, porque una de las características de esta combinación inestable de regímenes democráticos con mutación civilizatoria es la autonomía creciente de los electorados. Nada está adquirido definitivamente una vez que las democracias, salvo las excepciones de Venezuela, Nicaragua o El Salvador, han dejado atrás la imaginería populista y autoritaria de implantar dominaciones perpetuas.

La liebre sigue entonces saltando. Véase al respecto lo que ha pasado recientemente en Ecuador. El presidente Daniel Noboa obtuvo este año un rotundo triunfo. Disfrutando en estos días de dicho éxito, que dejaba atrás los devaneos populistas del expresidente Correa, Noboa convocó a un referéndum para reformar una constitución, según su concepto “garantista”; para restituir las bases militares de los Estados Unidos; para revisar el financiamiento de los partidos políticos y reducir la cantidad de los miembros del Congreso. Confianza anticipada y errónea: cuando se efectuó el escrutinio saltó la liebre, pues Noboa tuvo que soportar un rotundo rechazo del 60% de los sufragios (podríamos añadir otra liebre en danza con el sorpresivo tercer lugar del candidato Parisi en los comicios chilenos).

¿Qué nos dicen estos ejemplos? Que las democracias centrífugas no aseguran por sí mismas la estabilidad de los que mandan. En la ausencia de un régimen autoritario, afortunada noticia, en esas democracias campea una incertidumbre debido a que la ciudadanía no está definitivamente atada al ejercicio del poder presidencial. Grave sería -esto vale para nosotros- que los gobiernos de derecha, sucesores del populismo destructivo de las últimas décadas, se apropien de aquel propósito que soñaba fusionarse con el pueblo en una suerte de dominación perpetua.

En consecuencia, el hecho de mantener vigente las alternancias sigue siendo el atributo más eficaz para perfeccionar la legitimidad de nuestras democracias. No obstante, aún cuando las alternancias persistan, las democracias no pueden seguir practicando la costumbre del avestruz que se niega a ver lo que ocurre en su contorno. Entre estos signos del mal vivir descuella con intensidad creciente la inseguridad física, esa dramática privación que más pega a los marginales y excluidos de nuestras megalópolis.

El reino del crimen organizado y del narcotráfico (el último acontecimiento en una favela en Rio de Janeiro es, al respecto, escalofriante) es parte de otra contradicción: mientras la mutación científico-tecnología ya penetra prácticamente en todos los sectores sociales, al mismo tiempo el monopolio legítimo de la fuerza del Estado de Derecho suele girar en el vacío.

Con lo cual lo viejo y lo nuevo se dan la mano: el mundo deslumbrante de la técnica del siglo XXI con otro mundo precario invadido por el miedo. En tal escenario, diría un antiguo filósofo, donde no hay seguridad la ley apenas goza de una existencia virtual y donde no hay ley efectiva tampoco hay justicia.

En las últimas elecciones que hemos comentado, la inseguridad fue tema determinante. Quiérase o no, en semejante ámbito tarde o temprano salta la liebre, y ya no se trata de la gracia de ese simpático mamífero, sino de la presencia asfixiante de los agentes del crimen y la violencia. Así estamos y no vaya a creerse que este asunto, pese al esfuerzo realizado, está resuelto entre nosotros.

Redacción

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