Por Fernando Ravsberg
Esta crónica se publicó originalmente el 19 de agosto de 2006
Me enviaron a Cuba en 1990. Se esperaba una inminente caída del régimen castrista como consecuencia de la desaparición de la Unión Soviética. No hubo tal caída ni llegó la guerra civil tantas veces anunciada por «cubanólogos». De todas formas, llevo ya 16 años de mi vida informando desde esta isla, un período profesional que ha sido un verdadero reto.
No se trata de las dificultades cotidianas, ni de los conflictos propios de un gobierno que quiere ejercer un control total sobre los medios. El problema mayor que enfrentamos los periodistas extranjeros es que trabajamos para un público que ya tiene una idea preconcebida sobre la realidad cubana y espera que nosotros la confirmemos con nuestros reportajes. Para empeorar las cosas, esas ideas son por lo general muy apasionadas: pueden ser favorables o contrarias a la revolución, pero siempre por regla general vienen cargadas de una pasión que pinta la realidad de blanco o negro, sin espacio para la gama de colores que caracteriza al trópico.
Foto: Archivo El País
De Cuba circulan muchas noticias pero muy poca información. Se sabe qué dice Fidel Castro o qué le responden desde Washington. Se conocen algunos de los logros sociales y también se manejan los encarcelamientos de disidentes, pero poco o nada se sabe de cómo vive el día a día el cubano medio, cuáles son sus aspiraciones, o cómo ve el futuro. Por cierto, la vida de la gente sencilla tiene otros matices, una realidad que comparten 11 millones de isleños y que pocas veces aparece en las noticias.
La realidad del cubano es tan diferente a la de otros países que hay que explicarla sin utilizar muchos patrones de comparación que podrían, en otras latitudes, facilitar la comprensión. Los salarios no alcanzan los 20 dólares mensuales y la canasta básica ronda los 100 o 150 dólares (no hay una cifra oficial). A pesar de todo, no hay rastros de desnutrición en la población, la gente se viste relativamente bien y en sus fiestas se toman cervezas de un dólar la lata o ron a siete dólares la botella. Para entender esta prodigiosa multiplicación de panes y peces hay una palabra clave: «resolver».
Foto: Archivo El País
Cuando un cubano busca trabajo -en un país en el que todas las empresas son del Estado- no se interesa tanto por el salario, como por lo que puede resolver allí. Todos de una u otra forma resuelven en sus centros laborales. Los que trabajan en hostelería compran sus bebidas en donde pueden y las venden en lugar de las que impone el Estado. Los obreros del matadero trafican con carne. En las farmacias esconden las medicinas para colocarlas después a sobreprecio. Y al turista se le cobra de más en cada lugar donde consume. La lista podría ser interminable porque los panaderos se roban la harina, fabrican pan y lo venden para su propio beneficio. Los almaceneros mezclan con piedras el arroz y los frijoles de tal forma que pesen más y les quede un remanente para comercializar en el mercado negro.
19 de agosto de 2006
Esta crónica se publicó originalmente en 2006, después del inicio de la transferencia de poder de Fidel Castro a su hermano Raúl Castro, debido a la enfermedad de Fidel, quien moriría una década más tarde. Raúl Castro asumió provisionalmente la presidencia del Consejo de Estado y luego fue elegido formalmente como presidente en 2008. Fernando Ravsberg es uruguayo y en aquel entonces era corresponsal de la cadena de radio y televisión británica BBC.
Arriba los que lucran
Los genios en materia de resolver fueron los llamados «pisteros», trabajadores de las gasolineras. Un buen día Fidel Castro los suplantó a todos por trabajadores sociales. En los meses siguientes las ventas se duplicaron, de lo que las autoridades deducen que se robaba un 50% de los combustibles. El procedimiento era relativamente sencillo: trabajadores de la refinería vendían combustible por debajo de la mesa al chofer del camión cisterna y éste a su vez la revendía al pistero, que a su vez la colocaba a los conductores necesitados. El desfalco fue de decenas de millones de dólares anuales hasta que llegó el comandante y mandó a parar. De todas formas ya se está reproduciendo el mal con los nuevos pisteros que, como uno de ellos dijera: «¿acaso el gobierno espera que vivamos con los 10 dólares que nos paga?».
Foto: Archivo El País
Los bajos salarios y pensiones son el problema más acuciante de la economía cubana. Mientras el gobierno persista en mantenerlos entre 10 y 20 dólares mensuales difícilmente la gente dejará de robar. «Realmente no nos alcanza. Un salario se va sólo en pagar la cuenta de la luz», me dijo una pareja de maestros quejándose además de la subida en los precios de la electricidad. «Tengo que robar cosas de mi trabajo, fabricar ron y venderlo porque tengo dos hijas que mantener», contó un ingeniero químico miembro del Partido Comunista. Es que de una u otra forma todos tienen que resolver, desde el director de la empresa hasta los profesionales y los obreros. Los salarios son democráticamente bajos.
Aún sin plata en el bolsillo, los cubanos cuentan con un gran número de protecciones sociales. Para empezar, 85% de ellos son propietarios de sus viviendas. Y aquellos que no lo son pagan alquileres ridículos, que no han subido desde 1960 y que rondan el dólar mensual. También cuesta muy poco comprar una casa al Estado: un departamento de tres ambientes puede llegar a valer unos 200 dólares en total, pagado además mediante un blandísimo préstamo bancario.
Foto: Archivo El País
En el país no existe el desalojo por impagos. Si alguien no abona el alquiler o el préstamo, nada se puede hacer contra el moroso. Como contrapartida, sólo el Estado puede comprar el bien en cuestión. Entre particulares únicamente se permite la permuta, o sea cambiar de casa con otra persona. Aunque siempre está el mercado negro: sólo hay que darle dinero al abogado adecuado para tapar una compra-venta con el manto de la permuta. Y todo en nombre de resolver.
Más allá de los muchos propietarios, hay un déficit de viviendas importante en el país que el gobierno se ha empeñado en subsanar con la construcción de 100.000 nuevas casas cada año. Hasta tanto, muchos cubanos deberán seguir viviendo junto a sus padres, «agregados», incluso con familia e hijos. La situación es tan seria que el problema de la vivienda figura entre las principales causas de divorcio en la isla. «Nosotros tenemos que ir a una posada para poder por lo menos una vez a la semana hacer el amor de verdad», me contaban integrantes de una pareja días atrás. La tasa de divorcios es verdaderamente alta (ver recuadro).
Foto: Archivo El País
A pesar de todo, los cubanos resisten contentos. «Somos felices aquí», reza una de las consignas de los pioneros (escolares) cubanos y podría decirse que sí, si se les compara con sus congéneres del continente. La educación y la salud pública son los dos bastiones de la revolución. El gobierno se enorgullece de sus logros y demuestra que es posible en este terreno hacer mucho más de lo que se hace en la mayor parte del mundo.
Para estudiar en Cuba sólo hay que proponérselo: la educación es gratuita desde el preescolar hasta la Universidad. Y no es gratuita en el sentido que puede entenderse en Uruguay. En Cuba los niños reciben del Estado todos sus libros, cuadernos y lápices desde la primaria hasta la secundaria. Al iniciar el preuniversitario son becados, es decir que duermen de lunes a viernes en la escuela y allí reciben, además del material pedagógico y el uniforme, desayuno, almuerzo y cena, todo sin pagar un centavo. Al llegar a la universidad tampoco se pagan los libros y aquellos alumnos que sean de otras provincias cuentan con becas que les garantizan techo y alimentación. Además, muchos alumnos reciben un dinero que puede equivaler a un salario completo si el joven llega a la facultad estudiando y trabajando a la vez.
La salud pública mantiene niveles similares a los de la educación y es gratis. El cubano cuenta con un aparato de salud que se inicia en el médico de la familia, que vive en el barrio y atiende a los vecinos. Sigue con policlínicos en todos los municipios y una red de hospitales generales y especializados que cubre todo el país.
El viejo truco de exiliarse
El sistema de salud permite trabajar de forma preventiva. Los médicos y oftalmólogos en los barrios mantienen un control sobre sus pacientes sanos, desde pruebas citológicas hasta revisiones bucales periódicas para detectar caries. A principios de año, el dentista de mi barrio vino hasta mi casa para convencerme de que fuera a hacerme una revisión porque yo era el único paciente que le faltaba. Me encontró una caries, la curó, me hizo una limpieza dental y me dio las gracias por haber ido.
La gratuidad es tal en la salud pública que los cubanos pueden incluso hacerse cirugía estética sin tener que pagar un centavo, a pesar de lo cual también se quejan. Una mujer que se sometió a una liposucción en la órbita oficial me dijo indignada: «me tuvieron tres meses esperando para hacerme la operación».
Foto: Archivo El País
A pesar de los logros de la revolución, son muchos los cubanos que quieren irse del país. Hay una broma que se hace en Cuba sobre esto: alguien le pregunta a un emigrado por qué se había ido si allí funcionaba tan bien la atención a la niñez, la educación y la salud pública. El aludido respondió: «el problema es que ya crecí, terminé de estudiar y nunca me enfermo».
El potencial migratorio cubano es enorme. Son miles los que intentan la travesía por mar cada año en improvisadas balsas o en lanchas rápidas capitaneadas por traficantes migratorios de Miami que cobran 10.000 dólares por cada persona que trasladan. Otros abandonan el país casándose con extranjeros o consiguiendo una visa de visita a algún país de Europa o Latinoamérica y quedándose luego allí.
Están los que salen por razones oficiales, artistas, deportistas o funcionarios y desertan pidiendo asilo político. Es paradójico que muchos de los que ostentan el status de refugiados políticos pasan sus vacaciones visitando a su familia en Cuba, el país donde supuestamente son perseguidos. Unos 100.000 al año llegaban desde los Estados Unidos antes de las restricciones de viajes aplicadas por el Presidente George W. Bush y aún se cuentan por decenas de miles.
Los emigrantes salen en busca de un futuro mejor idealizando el capitalismo, donde podrán realizar todos sus sueños en poco tiempo. Son poco selectivos: lo mismo emigran a Estados Unidos y Europa que a Bolivia y República Dominicana. Se van «para afuera» a triunfar. «Imagínate que si hago dinero aquí con mi oficio, el dinero que ganaría afuera», razonó conmigo un carpintero que tramita una visa para Latinoamérica.
Mucha de la gente que se va del país no es la que está económicamente peor. Para empezar tienen dinero para costearse viajes caros. Uno de mis vecinos pagó 27.000 dólares para trasladarse con su esposa e hijo a Estados Unidos, vía México. Es un viaje más seguro que el de lancha: se cruza el puente fronterizo caminando y al llegar a suelo estadounidense se acogen a la Ley de Ajuste que obliga a las autoridades a darle residencia y permiso de trabajo a cualquier cubano.
Foto: Archivo El País
Se trata de una ley que privilegia a los ciudadanos de Cuba sobre cualquier otra comunidad de inmigrantes y que se convierte en un verdadero canto de sirena para que los cubanos traten de cruzar el estrecho de la Florida por cualquier vía, incluso arriesgando su propia vida. De todas formas, los emigrantes ilegales cubanos son menos que los mexicanos o los dominicanos, aunque la cobertura mediática pueda dar la idea inversa.
Las leyes cubanas castigan a muchos de los que quieren emigrar. Se les llama «desertores» a quienes abandonan el país en un viaje oficial. Si lo hacen no podrán volver a visitar a su familia en años. Médicos y personal de salud es un sector tratado con especial dureza cuando pretenden dejar la isla.
Los médicos cubanos, considerados un emblema de la revolución, deben enfrentar cinco años de castigo. Para el resto del personal son tres años de penitencia. En ambos casos pierden todos sus cargos y son enviados a trabajar a los peores lugares de Cuba hasta que se vayan del país.
La mayoría de los que quieren abandonar Cuba son jóvenes. La situación económica y los bajos salarios son por supuesto las razones principales, pero no las únicas. Una parte de la juventud vive cierto ahogo generacional, se trata de un país de jóvenes -la mitad de la población tiene menos de 30 años- que está gobernado por la generación de sus abuelos.
De pelo corto en Sierra Maestra
Foto: Archivo El País
Al gobierno cubano le gusta tener bajo control ciertos sectores e imponer sus reglas. Pese a que las melenas fueron símbolo de los revolucionarios de 1959, la Facultad de Medicina obliga a los estudiantes a usar el pelo corto. Se les quitó a los roqueros el único club que tenían en La Habana. A los artesanos se les cerró la feria y fueron traslados a un local cerrado. En los actos públicos se decidió qué tamaño de bandera debe llevarse.
El escritor Lisandro Otero sostuvo que en Cuba «todo lo que no es obligatorio está prohibido» y verdaderamente todo está previsto y hecho a la medida de una generación que pudo ser progresista en los años 50` pero que, como era de esperar, hoy no llena las expectativas de los más jóvenes.
El discurso oficial no parece llegarles como les llega a sus abuelos, que vivieron la Cuba pre revolucionaria y temen un posible regreso a aquello. Para los jóvenes la salud pública y la educación son derechos que tienen desde que nacieron y los ven con total naturalidad. Hasta se irritan cuando les recuerdan el beneficio: «que no me echen más en cara que me han dado una carrera universitaria. No les voy a dar mi vida a cambio», me dijo una graduada hija de obreros.
También existen muchos jóvenes que apoyan el proceso. No piensan abandonar el país y se identifican con la generación Fidel. Algunos de ellos son incluso muy radicales en sus posturas políticas e ideológicas. En ellos se basa la dirección de la revolución para decir que el traspaso generacional está asegurado.
Fresa, chocolate y discriminación
Uno de los pecados de la generación que tomó el poder en 1959 fue la política hacia los homosexuales. Desde el inicio del proceso fueron tratados como delincuentes, detenidos en las calles y llevados a las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP) en donde eran internados con la esperanza de que el trabajo al aire libre los convirtiera en heterosexuales.
Por esos centros de detención pasaron miles de cubanos, algunos de ellos hoy importantes figuras de la cultura o de la religión. Fue una humillación gratuita contra uno de los sectores más desprotegidos de la sociedad. Y como era de esperarse en los años 60`, nadie salió en su defensa. Un ataque sólo explicable a través de los prejuicios de una generación para la cual la homosexualidad oscilaba entre la delincuencia y la enfermedad. Todavía hoy las autoridades tratan de manera discriminatoria a los homosexuales. La Policía los echó de El Malecón, la clásica rambla de La Habana donde solían juntarse por las noches. A los travestis se les exigen permisos especiales para poder vestirse de mujer y aún no se aprueba la operación de cambio de sexo.
«Me fui porque no puedo seguir esperando que a Fidel se le de la gana de aprobar mi operación. Yo tengo una sola vida. Ahora voy a juntar dinero para operarme en España», confesó Daniela, una joven transexual que acaba de desertar en Canadá donde asistió a un evento sobre homosexualidad.
Los jefes de Policía están conminando a los travestis bajo amenaza para que desaparezcan durante el mes de setiembre de algunas zonas de la capital como el Vedado, el Malecón o Miramar para evitar que los invitados a la Cumbre de Presidentes del Movimiento de países No Alineados puedan verlos.
La homofobia no viene sólo de las autoridades: en la sociedad perviven también esos prejuicios que tan difícil le hacen la vida a muchos cubanos. «Es terrible, cuando eres niño y aún no estás consciente de tu sexualidad, ver cómo los padres de tus amigos les prohíben que se junten contigo. Sentir cómo te aíslan sin entender por qué», rememoró el cantante de un conocido grupo musical, quien se define como gay.
Contra todo esto está luchando Mariela Castro -hija de Raúl y sobrina de Fidel – desde el Centro Nacional de Educación Sexual, lugar donde se nuclean algunos homosexuales y transexuales de La Habana.
Mariela aún no logra que el Parlamento cubano apruebe una ley sobre los derechos de los gays y en ocasiones enfrenta la incomprensión de policías que protestan por las «carticas» de Mariela que les impiden meter presos por escándalo público a los travestidos.
Mucho más éxito tuvieron las políticas de la revolución para eliminar el racismo, un mal arrastrado desde la colonia e incentivado por la influencia de Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. En esa época había todavía en la isla parques donde blancos y negros se sentaban en bancos diferentes.
Fidel Castro promovió la lucha contra el racismo pero los éxitos en este combate se deben fundamentalmente a las medidas tomadas para toda la sociedad. El pleno empleo fue vital para que los negros -los principales afectados por el paro- pudieran lograr acortar la brecha económica que los separaba del resto de sus compatriotas. La otra medida clave fue la alfabetización y la promoción de la enseñanza a todo nivel dado que el analfabetismo y la falta de educación hacían imposible la igualdad de razas.
Durante décadas, los negros cubanos avanzaron a pasos acelerados a pesar de haber iniciado el camino mucho más atrás que los blancos. Hoy no es raro ver médicos, maestros, ingenieros o economistas de raza negra y muchísimos con títulos de técnicos medios. A nivel político, el Partido Comunista de Cuba ha hecho campañas para la captación de militantes negros. Muchos de ellos ocupan hoy puestos de importancia.
Foto: Archivo El País
Santerías comunistas
Sin embargo, a pesar de ser una minoría nacional, todavía el porcentaje de negros en las prisiones es mayor que el de reclusos blancos, según me explicó Gerardo Sánchez de la Comisión de Derechos Humanos de Cuba. Esto podría demostrar que a pesar de todos los esfuerzos la brecha aún sigue abierta.
A nivel popular el racismo también ha cedido terreno. Hoy es común ver muchas parejas mixtas por las ciudades cubanas. Pero también es cierto que aún persisten graves prejuicios, a nivel popular. «Yo nunca me acostaría con una mujer que se haya acostado con un negro», me dijo recientemente en una conversación un joven de 35 años. Muchos piensan como él.
En Cuba perduran muchos dichos con contenido racista: «los negros cuando no la hacen a la entrada la hacen a la salida». Otros ejemplos: «Haz las cosas como los blancos (hazlas bien)», «No todos los negros son delincuentes, pero todos los delincuentes son negros», «Yo no quiero tener que trenzar pasas (motas) a mis nietos».
Incluso hay racismo entre los negros. «Yo quiero que mi hija se case con un blanco para ir mejorando la raza, quiero tener nietos con pelo», me comentó Silvia, una mujer negra de la barriada del Cerro.
Más allá del fenómeno, son las religiones de los negros, las que se han hecho más populares en este medio siglo de revolución. La salida del país de la burguesía católica abrió las puertas al crecimiento de las diferentes tendencias africanas, pero la más extendida es la Santería o Regla de Ocha.
Pasó de ser la religión de los negros y los blancos más pobres a impregnar a toda la nación con sus orichás (Dioses), sus ritos y su música. Tan es así que muchos cuadros importantes del Partido Comunista y algunos líderes históricos de la revolución se cuentan entres sus creyentes.
La religión opio de los pueblos ya no es una consigna marxista en Cuba. La Santería tiene entre sus atractivos y conveniencias la posibilidad de resolver los problemas hoy mismo. No hay que esperar a morirse para alcanzar una vida mejor. Los cubanos les piden a sus orichás por su salud, por su estabilidad económica y laboral e incluso por amores que no pueden ser alcanzados por vías mundanas. Todo lo quieren solucionar a través de sus sacerdotes afrocubanos.
«Que quiero viajar a EEUU, que quiero ir a España, que necesito una visa para tal lado. La gente parece que piensa que esta religión es una agencia de viajes», se quejó con certera ironía el Babalao, Pablo Linares.
Los cubanos alimentan a sus dioses con frutos o sacrificios de animales para lograr su apoyo. Y los castigan dejándolos sin comer, cubriéndolos con un trapo o poniéndolos cabeza abajo, si estos no responden a sus ruegos. Con la divinidad a domicilio o no, ellos deben asistir a la consulta de Babalao (sacerdote supremo). En el tablero de Ifá (de la sabidurúa) conocerán su pasado, su presente y su futuro.
El Babalao entra en contacto con Orulá (orichá mayor) y éste responde las preguntas del creyente, le brinda solución a sus problemas y manda «hacer obras».
La Santería le viene al cubano como anillo al dedo: no hay infierno, no hay pecado y los orichás perdonan todos los errores. Son deidades hechas a imagen y semejanza: bebedores de aguardiente, les gusta la música, adoran bailar y aman el sexo. Y como es lógico los cubanos quieren parecerse a sus dioses.