¿Y si lo mejor de David Bowie está al final? Entre 2002 y 2016, Bowie reescribió su despedida en tiempo real.
El nuevo box I Can’t Give Everything Away (2002–2016) recupera ese ciclo -de los discos Heathen a Blackstar– y deja una pregunta abierta: ¿fue el tramo final de David Bowie un cierre o el comienzo de otra versión de sí mismo?
Las críticas -de Variety a Pitchfork Media– coincidieron en algo poco habitual: ese último período no funcionó como epílogo, sino como reinvención. En plena madurez, lejos de la ansiedad por “estar al día”, Bowie volvió a empezar. Justo antes de partir.
Bob Dylan -con el extraordinario Modern Times y sus discos reinterpretando a Sinatra-, Neil Young o Miles Davis integran esa lista brevísima de artistas que, en el tramo final, todavía publicaron obras mayores. Bowie también. Y este lanzamiento -disponible completo en plataformas- lo confirma.
Del “renacimiento” de fines de los 90 a Blackstar, Bowie convirtió su última etapa en un laboratorio personal. Como en la letra de su clásico Space Oddity, vale recorrer su discografía hacia atrás: el Duque Blanco, que siempre apostó al cambio (“ch-ch-ch-changes…”), estaría encantado.
César Aira, eterno candidato argentino al Nobel, dejó una brújula útil para entrarle a éste Bowie: “prefiero lo nuevo a lo bueno”.
Una constelación sonora: Bowie de Heathen a Blackstar

I Can’t Give Everything Away es más que un anexo para fanáticos: una constelación sonora, un mapa estelar de su última metamorfosis.
El reencuentro con Tony Visconti –su productor clave, hacedor de Heroes- marcó el punto de partida de una etapa en la que una banda afilada, la década de sigilo que antecedió a The Next Day y el salto final al lenguaje del jazz oscuro en Blackstar trazan una curva de riesgo y lucidez.
A contramano del manual del rock del jubilado, Bowie volvió a preguntarse qué podía hacer con su propio mito y eligió desarmarlo.
En esa línea, la caja reúne Heathen, Reality, A Reality Tour, The Next Day, The Next Day Extra, Blackstar, No Plan y Re:Call 6, disco triple de inéditos además de un show inédito en Montreux 2002. Incluye libros de 84 y 128 páginas -según formato, vinilo o CD-, con fotos, letras manuscritas y notas técnicas de Visconti. Es la sexta y última caja cronológica que completa el archivo que Bowie planificó en vida.
Para su impulso final, en Blackstar, Bowie convocó a un grupo de músicos de jazz neoyorquinos de vanguardia: Donny McCaslin (saxos), Ben Monder (guitarra), Jason Lindner (pianos y teclados), Tim Lefebvre (bajo) y Mark Guiliana (batería), bajo la dirección orquestal de Maria Schneider.
Juntos alcanzaron una libertad sonora poco común: una música que respira como el jazz y muerde como el rock, luminosa y terminal a la vez.

Bowie: Picasso del rock
La caja muestra a un Bowie distinto: menos camaleónico hacia afuera y más introspectivo, pintando con los matices de su propia historia. Cada disco parece explorar un tono emocional nuevo, como si cada sonido fuera también un color.
Y si Bowie fuera, en el fondo, un Picasso del rock, tendría sentido esa secuencia de períodos y rupturas: un período rosa de ingenuidad y folk eléctrico en los 60; la paleta azul y quebrada de los 70 –de Ziggy a Berlín–; una fase cubista en los ’80, pop y fragmentada; una torsión industrial y electrónica en los ’90; y, ya entre 2002 y 2016, un negro estelar que mezcla rock de cámara, memoria propia y un idioma nuevo con el jazz.
Como cantaba en Sound and Vision -“Blue, blue, electric blue / That’s the colour of my room / Where I will live”-, Bowie pintó su carrera con sonidos, no con pinceles. Ese arco permite leer su obra por épocas y colores, no por modas, y entender por qué el final suena, otra vez, al principio.
Bowie y David Gilmour: el último diálogo con los 60

En el cierre de su historia, Bowie volvió a mirar hacia los orígenes.
Entre las rarezas del box aparecen versiones que reactivan la memoria británica: Waterloo Sunset de The Kinks y, sobre todo, una emotiva interpretación de Arnold Layne junto a David Gilmour, guitarrista de Pink Floyd.
El tema -escrito por Syd Barrett- fue un homenaje al héroe psicodélico que Bowie había idolatrado en su juventud.
Los últimos discos donde Bowie volvió a inventarse
En estos años Bowie encontró una manera nueva de ser moderno: no mirando hacia el futuro, sino hacia todos los tiempos a la vez. I Can’t Give Everything Away desplaza la idea del “clásico setentista” -con Ziggy Stardust and the Spiders from Mars como tótem- y propone otra lectura: la madurez como laboratorio de reinvención.
Entre curaduría feroz y riesgo artístico, Bowie no se miró en el espejo: lo rompió para seguir viéndose distinto.

Las canciones de este ciclo suenan inquietas y jóvenes: Love Is Lost, Where Are We Now, Valentine’s Day, Slow Burn, Everyone Says ‘Hi’, New Killer Star, (You Will) Set the World on Fire o Dollar Days.
En los covers I’ve Been Waiting for You (Neil Young), Cactus (Pixies) y Try Some, Buy Some (George Harrison) Bowie saluda a sus contemporáneos, rinde homenaje a los que admiró y tiende un puente hacia los que lo seguirán.
Y en Blackstar, su mirada se vuelve más enigmática que nunca. Irse sin desaparecer del todo: un artista que, incluso en el adiós, seguía buscando cómo sonar nuevo.
Bowie, más curador que nostálgico
I Can’t Give Everything Away deja esta conclusión: más que cerrar una etapa, ordena y edita un legado. El último Bowie -más editor que estrella, más curador que nostálgico- entendió que el futuro también podría estar en el pasado.
Y que los últimos discos podían sonar, hoy, más vivos que nunca.