Al inicio de Filosofía primera filosofía última (Adriana Hidalgo Editora) Giorgio Agamben explicita la búsqueda de su nuevo libro: “Nuestra hipótesis es, concretamente, que de la posibilidad o imposibilidad de una filosofía primera –o de una metafísica– depende la suerte de toda práctica filosófica”.
Partiendo de Aristóteles, el filósofo italiano define la filosofía primera o bien la “metafísica” (que viene después de la física en el orden filosófico) como aquella ciencia que se encarga del “ente en cuanto ente”. En este sentido, a diferencia de la matemática (que se ocupa de los entes que representan una cantidad) y la física (que estudia los entes en movimiento), la metafísica se centrará en la ousía que Agamben traduce como “existencia” en lugar de la habitual “sustancia”.
Sin embargo, lo problemático de la metafísica, en la perspectiva agambeniana, será que sitúa su dominio sobre lo existente en cuanto existente al mismo tiempo que sobre el ser separado e inmóvil (la primera causa del ser, Dios como causa de todas las causas), vale decir, la filosofía primera no se escinde entre ontología y teología; su espacio legítimo será la definición de todas las sustancias primeras.
La filosofía como esclava
De manera que el problema desde el origen será, en términos de Agamben, que “la filosofía, queriendo asegurar su primacía sobre las ciencias y, a la vez, asignándolas como destino a Occidente, en cambio, sin darse cuenta terminó esclavizándose a ellas”. Oscilando de este modo entre ser “esclava de la teología” o “esclava de las ciencias”.
En el marco de la arqueología de la metafísica que realiza, Agamben marca la transformación que a partir del siglo XIV sufre la disciplina a partir de la irrupción de los términos trascendentales (en particular el trascendental res) y el desplazamiento del objeto de la filosofía primera desde lo existente hacia la representación, vale decir, desde el ser al conocimiento, o bien, desde el “objeto real” hacia el “objeto” en tanto correlato del acto de conocimiento.
La lectura medieval de Aristóteles redefine el campo metafísico moviéndose del ente hacia la “cosa” en cuanto esencia de lo existente. Cada cosa tendrá su verdad por la cual es lo que es, según Avicena, que tiene que ser mostrada. En este sentido, la cosa (res) designará el contenido de una representación abstraído de su realidad, vale decir, la cosa será el correlato objetivo de una representación.
El término ontología en el marco del vocabulario del siglo XVII, nos dice Agamben, refiere no tanto lo que existe en la realidad como lo que es objeto de una representación en el intelecto que tiene un correlato externo. De este modo, la metafísica gradualmente pasa de ontología a gnoseología, esto es, de una teoría del ser a una teoría del conocimiento, dejando en evidencia que su eje de acá en más reposará en fijar las condiciones de posibilidad del conocimiento.

Ahora bien, la pregunta clave será, en palabras de Agamben: “¿qué garantiza que la representación se refiera a un objeto real, en concreto, que tenga una denotación en el discurso”.
A partir de los siglos XIII y XIV el concepto como elemento del discurso mental se vincula con la problemática de la representación deviniendo la metafísica moderna una teoría de la representación.
De esta manera, el intelecto no necesita de un objeto real que se imprima en los órganos de los sentidos, sino el objeto está presente en el acto de intelección, es decir, se puede representar mentalmente al objeto más allá de su presencia concreta. Los trascendentales de acuerdo a Agamben expresan la relación entre el lenguaje y el mundo, entre la representación y la cosa.
Estos precedentes resultan indispensables para que a fines del siglo XVIII Immanuel Kant en la Crítica de la razón pura se interrogue sobre el fundamento sobre el cual descansa la relación de las representaciones con el objeto. Dice Agamben: “El problema que Kant está tratando de resolver aquí es la ineludible tendencia de nuestro intelecto y nuestro lenguaje a referirse a un objeto incluso cuando este falta”.
La revolución kantiana no será sino la reconceptualización de la metafísica como ciencia de las condiciones de posibilidad del conocimiento, según Agamben, como “ciencia de la ciencia”. El problema será la objetivación del mundo.
Diferencia entre el ser y el ente
El cierre del libro conduce a Agamben a Heidegger como el último intento ya en el siglo XX de repensar la metafísica aristotélica acentuando la diferencia entre el ser y el ente. La cuestión según la perspectiva heideggeriana es que Aristóteles “no supo dar la respuesta adecuada al problema del ser”.

Este posicionamiento de la metafísica en favor del privilegio del ente y en detrimento del ser conduce a Heidegger a definir su proyecto filosófico como un retroceso hacia el origen, hacia lo olvidado. La “superación de la metafísica”, según la óptica heideggeriana, requiere iluminar la verdad del ser que fue omitida.
Sin embargo, Agamben subraya la contradicción de Heidegger quien en Ser y tiempo define su “ontología fundamental” (un término ambiguo), que procura pensar la verdad del ser y no del ente, como “ontología”. El intento por parte de Heidegger de pensar al ser sin el ente, más allá de la metafísica, a través de nociones como “el claro” (die Lichtung) o “lo abierto” (das Offene) será una forma de situar a la filosofía por fuera de las ciencias tecnificadas y los saberes científicos (lindante con la poesía y la mística).
Esta fascinante breve arqueología de la metafísica de Agamben no tiene mejor forma de concluir que a través de la referencia a Nietzsche quien en una carta de 1875 afirmaba: “la metafísica es una quijotería”. Esta errancia conceptual durante siglos que tiene como pretensión fundar la objetividad del científico es una ilusión. El metafísico es un Don Quijote que ve una cubeta de un barbero como un yelmo de un caballero.
Filosofía primera filosofía última, de Giorgio Agamben (Adriana Hidalgo Editora).