Loris Zanatta ha escrito una biografía política de Jorge Bergoglio, luego papa Francisco. Nos presenta al jesuita que, nutrido de una doctrina consistente, la utiliza militantemente para alcanzar sus objetivos, en el seno de su Orden, de la Iglesia argentina y, finalmente del catolicismo ecuménico.

En el núcleo de su pensamiento está la doctrina de la «nación católica», hondamente arraigada en la Argentina a lo largo de los últimos cien años, algo que Zanatta ha estudiado exhaustivamente. Es un catolicismo integral, militante, intransigente, que se fortalece en la condena de su gran enemigo: la modernidad secularizadora, liberal, mercantil, hedonista, relativista.
Sus puntos fuertes son la idea de una comunidad orgánica y homogénea, y un «pueblo de Dios»: los pobres. No contaminados por la modernidad -ni ninguno de sus mezquinos pero tentadores beneficios terrenales- ellos conducirán hacia la resurrección de la comunidad cristiana, celeste pero también terrestre. Lograrlo requiere hacer política con la religión, y ese fue el gran terreno de Bergoglio.
Zanatta reconstruye sus primeros pasos, que fueron definiendo el camino. Bergoglio tomó dos decisiones cruciales: ingresar en la Compañía de Jesús, que desde la Contrarreforma venía siendo el núcleo militante de la reconquista católica, y adoptar el peronismo, «brazo secular de la nación católica».
Durante los años sesenta y setenta -mal conocidos por sus muchos biógrafos europeos- fue definiendo su perfil, marcado por el teólogo Lucio Gera, la filósofa Amalia Podetti y el ensayista uruguayo Alberto Methol Ferré, con quien tuvo estrecha relación.
También hizo amigos entre los miembros de Guardia de Hierro, un grupo de peronistas ortodoxos que lo acompañó a lo largo de su vida.
Combativo y habilidoso
Ganó fama de combativo y habilidoso. En 1973 el Superior de la Orden, el célebre padre Arruspe, le encargó disciplinar la provincia jesuítica argentina, desbordada por las pulsiones políticas militantes. La depuró de impregnaciones marxistas y también protegió a sus miembros más comprometidos; sobre el resto de lo que sucedía, guardó silencio.
Contó con el apoyo de sus amigos de Guardia de Hierro -a quienes entregó el manejo de la Universidad del Salvador- y del almirante Massera, que ya apuntaba a nuevos proyectos políticos.
Por entonces -señala Zanatta- maduró el Bergoglio más conocido. En 1979 la conferencia episcopal latinoamericana de Puebla abandonó la bandera de la «liberación» y consagró la «teología del pueblo», que Bergoglio asumió con entusiasmo. En 1983, la ola de la democracia republicana liberal y las políticas laicas de Alfonsín revitalizaron su cruzada contra el liberalismo, en la que el integrismo católico moduló gradualmente de la «nación» hacia «el pueblo» y luego «los pobres».
En 1990 un arzobispo peronista -Quarracino- lo nombró obispo auxiliar de Buenos Aires. Pronto llegó a la cima de la Iglesia argentina. Arzobispo, cardenal, presidente del Episcopado, se convirtió en uno de los principales dirigentes políticos del país, comenzó a proyectarse en el mundo ecuménico e ingresó en la lista de los papables.
En Buenos Aires -subraya Zanatta- cultivó una imagen publica: la de un vecino común del barrio, hincha de San Lorenzo, que conversaba con el diariero y viajaba en tranvía. Más privadamente, era un político práctico, que pasaba largas horas hablando con todo el mundo, sancto y no tanto. Hombre de diálogo, quería la armonía del pueblo.
Pero en las grandes ocasiones adoptaba el estilo, entre cesarista y mayestático, de quien exhibe su poder. Desde el púlpito amonestó severamente a todos los gobiernos, de Menem a Cristina Kirchner. Lo hizo en nombre de un peronismo esencial, auténtico, que él encarnaba, crítico de los peronismos realmente existentes.
Pero sobre todo, lo hizo en nombre del pueblo de Dios. En el espíritu de Puebla proclamó la santidad de los pobres, reclamó por sus necesidades, que eran derechos, y exigió la asistencia del Estado, que en buena medida se canalizó a través de Cáritas. Con los «curas villeros» armó una red asistencial territorial, con dimensión política, y con los rituales masivos, como el de San Cayetano, hizo vibrar la cuerda plebiscitaria.
Francisco remplazó a Bergoglio
Esa era la situación cuando fue electo Papa; entonces Francisco remplazó a Bergoglio. Su núcleo de ideas permaneció inalterado, así como su gusto por la política práctica, pero el escenario se amplió y las cuestiones se diversificaron. En el complejo universo vaticano, tejió sus redes, fue duro con sus enemigos y armó un cardenalato de amigos y aliados; pero no pudo evitar el verse envuelto en cuestiones difíciles y escandalosas, como la corrupción o la pedofilia.
Recorrió el mundo, incansablemente, adecuando su doctrina básica a las características de sociedades muy diversas y países con situaciones políticas peculiares. Fue implacable con la moderna sociedad de consumo y todo lo que oliera a liberalismo, pero le brotó la tolerancia cristiana en Cuba, Nicaragua o Venezuela.

En Italia fue diferente. Desde el célebre «hagan lío» se mostró espontáneo y desacartonado, sensible a los nuevos temas, como la ecología y la diversidad, con los que -nos dice Zanatta, que lo vivió de cerca- conquistó al antiguo progresismo, inclusive al liberal progresista. Más de un porteño, de visita en Roma, ha de haberse asombrado de semejante transformación.
Esta biografía política, que nuestro autor concluyó antes de la muerte de Francisco, apunta a un juicio histórico. Zanatta asume el papel de fiscal, ciertamente severo y poco indulgente, pero también riguroso y estricto. Esa es su importante contribución a un juicio histórico equilibrado, para el que Jorge Bergoglio, que está iniciando su marcha hacia la beatitud, ya ha reunido un buen número de defensores y apologetas.
Bergoglio. Una biografía política, por Loris Zanatta (Crítica).