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lunes, octubre 6, 2025

De General Rodríguez a Florencio Varela: continuidades de un drama que involucra al Estado y a la sociedad

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El triple crimen de Florencio Varela vuelve a poner sobre la mesa un problema gravísimo que la Argentina arrastra desde hace mucho tiempo: la consolidación del narcotráfico como protagonista de nuestra vida económica, política, social y cultural, en especial (pero de ningún modo únicamente) en los barrios populares de nuestras principales ciudades. La comparación con el triple crimen de General Rodríguez de agosto de 2008 es inevitable. Entre ambos episodios median casi dos décadas y diferentes gobiernos. Lamentablemente, y a pesar de que en algunos casos (como ocurre en la actualidad y como sucedió durante el gobierno de Cambiemos) hubo un compromiso efectivo y valiente para enfrentar el flagelo, en la práctica el conjunto del sistema político sigue ignorando la complejidad, la profundidad y la dificultad de contención y de reversión de este terrible fenómeno. Más aún, no tomamos conciencia de los enormes costos y esfuerzos que implicaría una lucha seria, efectiva y conducente contra las redes de crimen organizado, incluido el narcotráfico, que constituyen una amenaza real y terminante a la seguridad nacional.

La investigación que iniciamos en 2012 con Eugenio Burzaco, y que culminó con la publicación del libro El poder narco. Drogas, inseguridad y violencia en Argentina (Sudamericana, 2014), permitía ya comprender que el episodio de General Rodríguez no era en absoluto un hecho aislado, sino evidencia de la consolidación del narcotráfico en la Argentina. Tres jóvenes empresarios farmacéuticos (Sebastián Forza, Damián Ferrón y Leopoldo Bina) fueron secuestrados, torturados y asesinados, en un caso que reveló una compleja red de tráfico ilegal de efedrina (componente crucial en la elaboración de metanfetaminas) y medicamentos falsificados, con vínculos con el crimen organizado (sobre todo con carteles mexicanos) y la política, incluidos integrantes de las fuerzas de seguridad. En diciembre de 2012 fueron condenados a prisión perpetua los hermanos Martín y Cristian Lanatta, junto con Marcelo y Víctor Esquilachi. La Justicia nunca logró determinar la autoría intelectual de los crímenes y la causa prescribió en 2023.

Aquel fenómeno relativamente incipiente está hoy mucho más maduro y arraigado: penetró en la vida cotidiana de nuestra sociedad en una multiplicidad de dimensiones, en particular en términos económicos, en su extensión e inserción territorial y en la sofisticación de las redes políticas que la toleran, conviven, regulan o protegen. Las redes tienen alcance regional y efectivos vínculos internacionales. Por ejemplo, los estupefacientes, como cocaína y marihuana, que ingresan desde Brasil, Bolivia, Paraguay y Perú se complementan con una creciente producción local, más que nada de drogas sintéticas, como las que se elaboran a base de fentanilo. Debe considerarse que la logística implica transporte por aire, tierra y, sobre todo, por la hidrovía del río Paraná, como denunció Lilita Carrió. Y que está comprobado que entre Bolivia y la Triple Frontera operan células vinculadas al grupo terrorista libanés Hezbollah, con participación en los atentados contra la embajada de Israel (1992) y la AMIA (1994). Esto también tiene su correlato en avanzados mecanismos de lavado de dinero en toda la región.

Uno de los problemas estructurales nunca resueltos entre ambos crímenes múltiples fue la porosidad de nuestras fronteras, fundamentalmente en el norte del país. A pesar de que el Gobierno dispuso una importante movilización de efectivos en los límites con Bolivia y Paraguay, continúan ingresando sustancias psicotrópicas e integrantes de diferentes grupos criminales. Debe reconocerse en este caso la colaboración tanto de la policía boliviana como de la peruana, pero luego de haberse consumado este nuevo homicidio múltiple. ¿Contamos con estrategias de cooperación e inteligencia preventiva para disuadir, debilitar e idealmente desarticular estas redes criminales y evitar esta clase de delitos aberrantes?

Esto remite a otro problema medular, que comprende a las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales. No siempre existe una coordinación adecuada, muchas veces por recelos y competencias políticas derivadas de diferencias ideológicas, organizacionales o a menudo personales. Durante la experiencia de Cambiemos coincidió el mismo signo político en el nivel nacional, en esta ciudad y en la provincia de Buenos Aires; una buena sintonía hizo posibles acciones conjuntas con resultados alentadores. Ahora ocurre lo contrario: con la provincia manejada por el peronismo, predominan concepciones divergentes en relación con el fenómeno del narcotráfico y falta un consenso claro que permita establecer objetivos comunes y colaboración entre las fuerzas, al margen de diferencias de fondo o incluso de matices.

La situación de pobreza y marginalidad que impera en los grandes centros urbanos del país constituye un caldo de cultivo ideal para el establecimiento, el crecimiento y la diversificación de las redes de crimen organizado y, al mismo tiempo, de estrategias de supervivencia individual y familiar vinculadas con ellas. En un contexto de creciente favelización de enormes barriadas populares, como la villa 1-11-14, con la casi absoluta ausencia del Estado, carencias de infraestructura básica y predominio de liderazgos “naturales” que suelen responder a esas redes, para varias generaciones de conciudadanos que se han sobreadaptado a la informalidad, ingresos derivados de la economía de la droga forman parte de estrategias de supervivencia que son cada día más comunes y aceptadas socialmente. Frecuentemente, punteros políticos locales desarrollan lazos transaccionales con estos grupos, que pueden pertenecer también a alguna barra brava, consumir música popular o involucrarse en algún culto o secta religiosa. Pero jóvenes y no tan jóvenes encuentran un lugar de pertenencia, desarrollan una identidad y hasta hallan mecanismos de solidaridad formal e informal que tienden a llenar el vacío generado por el Estado, familias quebradas y la lejanía del mercado de trabajo decente y legal.

Complementariamente, vivimos en (hemos construido) una sociedad absolutamente permisiva con el uso de estupefacientes, del mismo modo que tampoco se hace lo suficiente para desalentar el consumo de alcohol. Ambas cosas a menudo constituyen círculos viciosos. En múltiples ámbitos (familiares, laborales, culturales, deportivos, etcétera), las drogas se naturalizaron y forman parte de la vida cotidiana de millones de argentinos. Un reciente estudio de niños internados en hospitales públicos de Mendoza evidenció la gravitación de esta clase de conductas: uno de cada cinco estaba intoxicado con sustancias, fundamentalmente marihuana. Cualquiera que concurra a un estadio de fútbol comprobará que el cannabis y la cocaína son habituales, sobre todo en las previas que se realizan en lugares públicos cercanos a las canchas, y también de la normalidad con que los cánticos de las hinchadas incorporan y celebran la popularidad de los estupefacientes. Las fuerzas de seguridad prefieren ignorar estos comportamientos, si no es que se benefician de ellos.

El dilema es ineludible. La Argentina puede resignarse a convivir con el narcotráfico o asumir responsablemente el costo de enfrentarlo. Solo siguiendo el segundo camino es posible aspirar a garantizar un umbral lógico de seguridad ciudadana, cohesión social y esperanza de futuro. Cualquier otra decisión implicará resignarse a convivir con más episodios macabros.

Redacción

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