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Luis Caro Figueroa
- Problemas comunes
- He vivido ya más tiempo en Europa que en Salta. En este antiguo continente han nacido dos de mis tres hijos. Como ellos, soy tan crítico de la tierra que nos acoge como de la que un día me vio partir.
Es inevitable que así ocurra. El ejercicio de la ciudadanía a ambos lados del Atlántico nos impone la responsabilidad de mirar todo lo que sucede a nuestro alrededor con ojos críticos y con el alma no contaminada por las pasiones y los sentimientos patrióticos.
Hay, por supuesto, quien simplifica las cosas y piensa que los que un día nos fuimos del país adoptamos otra bandera, otro himno, o –lo que es peor– otra camiseta. No es, felizmente, nuestro caso.
Como he dicho ya unas cuantas veces, nuestro idioma –a diferencia de otros– nos permite distinguir claramente entre el «ser» y el «estar». Sabemos perfectamente dónde estamos, pero también sabemos perfectamente de dónde somos.
Pero tanto el ser como el estar confluyen en un punto: en la defensa crítica de los espacios geográfico-culturales en los que se desenvuelve nuestra vida.
Porque aunque los paisajes no sean los mismos, el paisanaje es muy parecido; y porque la cultura que ha impregnado nuestra vida en Salta desde nuestros orígenes es sustancialmente la misma que nos envuelve ahora en Europa. Aquí hemos llegado impulsados por la curiosidad natural que despierta la libertad, la democracia y la justicia, más que por el apetito de un bienestar material. Todo eso ha nacido y se ha desarrollado en Salta, no aquí.
No me atrevería a decir que una cultura es más rica o superior a la otra. Las raíces grecolatinas y cristianas son comunes a ambas, pero las aportaciones precolombinas, en un caso, y las de pueblos milenarios (mediterráneos, germanos, eslavos y escandinavos), en el otro, ayudan significativamente a que experimentemos esa sensación que embarga solamente a los seres humanos completos, a los que reivindicamos el título de cosmopolitas.
Problemas a un lado y al otro
Europa tiene serios problemas. Y también los tiene Salta. Intento comprender a ambos y explorar las soluciones posibles, dentro de mis severas limitaciones. Sería muy irresponsable vivir de espaldas a esta realidad tan compleja y no dedicar a estos problemas un mínimo de reflexión.
Lo que no hago de ningún modo, ni haré, es enfrentar dentro mío a esos dos mundos que forman parte de mi esencia y son la base de mi familia. No tolero a los que desde allá critican a Europa superficialmente sin conocerla, y, desde luego, reacciono cuando aquí se menosprecia a nuestros pueblos americanos, se subestima su cultura o se denigra su política.
Me he opuesto con vehemencia a los que ven en Europa la raíz de todos los males que experimentan nuestras precarias democracias y complican nuestra convulsa vida social. Descreo de aquellos que abogan por suprimir todo aquello que nos conecta con esa tradición cultural que lleva algo así como nueve siglos esparciendo sabiduría y civilización por el orbe y que nos confiere nuestra identidad. Desconfío sobre todo de aquellos que, tanto allá como aquí, enarbolan una idea «pura» del pasado, de un pasado idílico del que apenas hay huellas históricas.
El mestizaje es uno de los tantos rasgos comunes que definen el perfil de nuestros pueblos. Somos mestizos nosotros como lo son los descendientes de los celtas, los visigodos, o los galos.
Puntos de contacto
Entre los muchos puntos de contacto que hay entre Salta y Europa, veo algo que hasta hace relativamente poco no existía: los dos territorios se enfrentan al desafío de definir su lugar en un mundo que ha cambiado de forma dramática.
La Europa de la aspiración compartida de unidad, paz, democracia y derechos humanos, está siendo sustituida lentamente por la «Europa de los patriotas», por una Europa que se empeña en pisar el freno de la unidad en beneficio del refuerzo de las diferentes identidades nacionales. Una Europa que quiere devolver el poder a los Estados, mientras su socio principal de los últimos 80 años ha decidido darle la espalda.
Lamentablemente, también veo a una Salta que –de una forma a veces no tan sutil– se está blindando al intercambio con sus vecinos (especialmente con los bolivianos), con argumentos no muy diferentes a los que las fuerzas de la extrema derecha esgrimen en Europa para rechazar a los inmigrantes, como por ejemplo, el aumento de la criminalidad o la informalidad en el mercado de trabajo.
Esto último sucede en un país que también amenaza con romper la alianza regional de la que forma parte, cuyo gobierno se alinea con Israel, coquetea con los Estados Unidos y hace guiños a los «patriotas» que quieren destruir la Europa unida.
La idea de la prevalencia de las libertades y el Estado de Derecho en las democracias, que en algún momento también nos ilusionó en Salta, está retrocediendo en Europa, sobre todo cuando vemos cómo China, la India y Rusia, sin ser democracias, sin respetar las libertades fundamentales y con serias sospechas de violar los derechos humanos, se pueden desarrollar y prosperar, e incluso se dan el lujo de reprochar a Europa sus actuaciones pasadas.
Creo que hay que mirar para adelante y no revolver el pasado contra aquella Europa colonialista y expoliadora de otros siglos, que felizmente ya no existe más. Sigo pensando que Salta y la Argentina tienen mucho para aprender de Europa (fundamentalmente en materia de cohesión social) y, a la inversa, Europa tiene en casi todos los países hispanoamericanos (pero bastante más en la Argentina) una fuente casi inagotable de materiales muy valiosos para enriquecer su cultura, apuntalar su economía y mejorar sus sociedades.
Una de las salidas posibles a esta encerrona de Donald Trump es apostar por una alianza duradera entre Europa y los países de América Latina. El presidente estadounidense solo cree en el poder de las naciones y sus intereses particulares. No oculta su animadversión hacia Europa y no ahorra ocasión de mostrarse contrario a los valores fundacionales de la Unión Europea como proyecto político. Por el motivo que sea, Trump es más duro con sus aliados que con sus teóricos rivales, y esto no solo sucede con Europa (en la que ve debilidades que intenta aprovechar) sino también con América Latina, con la que no cuenta, como si no existiera en el mapa del mundo.
Confluencia
Tanto en Salta como en Europa debemos entender que los retos a los que nos enfrentamos ya no son ni locales ni nacionales. Pienso que debemos estar atentos a los movimientos de China, de Rusia y de los Estados Unidos, pero también estar preparados para alumbrar una respuesta global desde los valores occidentales a problemas como las amenazas militares, la crisis ecológica, la inmigración transfronteriza, la desigualdad comercial o la dependencia tecnológica que ya no se pueden afrontar en solitario.
La confluencia entre Europa y América Latina me parece la solución más adecuada a este desafío geopolítico y mi deseo es que desde Salta podamos dar impulso a esta idea; aunque haya algunos –quizá muchos– que piensen que la solución a todos nuestros males y la llave de nuestro futuro está en el regreso acrítico a aquel pasado «puro», de cuya excelsitud no tenemos más que vagas noticias, y en el consecuente repudio a una Europa que felizmente ya no existe.