A fines del Siglo XVII, los piratas del Caribe acechaban galeones cargados de oro y plata rumbo a Europa. Tres siglos después, la sombra de la piratería se mantiene: lanchas rápidas que navegan de noche, hombres que trepan a cubierta con machetes en mano y tripulaciones paralizadas por el miedo. No se trata ya de cofres de tesoros, sino de combustible, motores o alimentos.
Durante el primer semestre de 2025, la piratería marítima aumentó más de un 50% a nivel global, respecto al mismo periodo de 2024, según el informe más reciente de la Oficina Marítima Internacional (International Maritime Bureau – IMB). Es decir, estamos frente al mayor repunte registrado desde el año 2020.
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Según el investigador Brandon Prins, de la Universidad de Tennessee-Knoxville, la piratería en América Latina representa entre un 10% y un 15% de los incidentes a nivel mundial, cifras menores en comparación con otras regiones como África Oriental o el Sudeste Asiático. Sin embargo, la región ha vivido picos significativos en la última década.
Esos repuntes, agregó, coinciden con momentos de crisis: “Cuando la economía de Venezuela se desplomó en 2016 o 2017, vimos un repunte de la piratería, y luego la pandemia de COVID-19 volvió a incrementarla. Las condiciones económicas empujan a la gente al crimen en tierra, y también la empujan al crimen en el mar”.

Los ataques se han concentrado principalmente en zonas críticas como el Golfo de México, el Caribe venezolano y colombiano, y la costa del Pacífico entre Ecuador y Perú. También se han registrado incidentes puntuales en Surinam, Guyana, Brasil y en aguas interiores como en las vertientes de los ríos Amazonas o Orinoco.
Sin embargo, este tipo de dinámica criminal tiene un alto subregistro. Muchas víctimas nunca denuncian frente al temor que se paralice su actividad económica; el posible aumento del coste de sus seguros; o, en algunos casos, el hecho de que ellas mismas estén involucradas en actividades ilegales —desde navegar fuera de la ruta declarada hasta transportar carga ilícita o no registrada—.
A ello se suma un detalle técnico: la mayoría de los ataques ocurren dentro de aguas territoriales —es decir, la franja de mar que se extiende hasta 12 millas náuticas desde la costa de un país, bajo su soberanía— y las autoridades los clasifican como “robos armados” en lugar de piratería. “Es el mismo fenómeno, simplemente cambia el término porque ocurre a menos de 12 millas náuticas”, resume Prins.
Cyrus Mody, director de Servicios de Crimen Comercial de la Cámara de Comercio Internacional (Crime Commercial Services, ICC), coincide: “Si dices a un Estado costero como Venezuela que hay piratería en sus aguas, te responderán: ‘No tenemos ninguna piratería’. Y, técnicamente, tienen razón. Pero el incidente es el mismo”.
Este doble estándar —la falta de denuncias y la clasificación legal del delito— impide medir con precisión la magnitud del fenómeno.
Entre la supervivencia y el crimen organizado
La piratería en América Latina no está dominada por grandes flotas organizadas, sino por pequeños grupos dispersos. La mayoría de los piratas son habitantes de regiones costeras marginales, con poca presencia estatal y escasas oportunidades económicas, que encuentran en el mar un medio de supervivencia en tiempos de crisis. El conocimiento marítimo es clave: pescadores o antiguos marineros suelen engrosar las filas de estos grupos.
Aunque la mayor parte de los piratas opera de forma independiente, en los últimos años se ha hecho común que algunos se declaren parte de organizaciones mayores. Es lo que ocurrió en julio, por ejemplo, en el Golfo de Guayaquil, cuando un grupo de asaltantes se identificó como miembros de la banda ecuatoriana Los Lobos.
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En Colombia, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) han realizado ataques fluviales en el río Magdalena, abordando embarcaciones y cobrando un “impuesto de guerra” a cambio de permitirles navegar.
En otras zonas, la conexión con el crimen organizado es más indirecta. En México, por ejemplo, los piratas que atacan plataformas petrolíferas mantienen vínculos con carteles de drogas; en el Caribe venezolano, con bandas criminales en tierra. Grandes puertos como Callao, Macapá y Guayaquil, son escenarios donde la colaboración con redes locales de contrabando resulta más evidente.
A ello se suma la corrupción institucional. De acuerdo con Prins: “En los países donde la corrupción es mayor, hay más piratería. Probablemente hay contactos entre oficiales portuarios o incluso entre las fuerzas de seguridad con grupos piratas”.
Ataques rápidos, ganancias mínimas
A diferencia de África Oriental o el Sudeste Asiático, la piratería latinoamericana se basa en ataques rápidos lanzados desde pequeñas embarcaciones, con lanchas que interceptan buques cerca de la costa o incluso en el propio puerto. Para ello, los asaltantes suelen llevar machetes, cuchillos y palos y, en menor medida, armas de fuego; su violencia es más instrumental que letal, pues buscan intimidar a las tripulaciones para evitar resistencia y no provocar muertes.
Los objetivos también varían: petroleros, buques de carga y, sobre todo, yates y embarcaciones recreativas, más comunes en América Latina que en otras regiones. En el Golfo de México, incluso las plataformas petrolíferas se han convertido en un blanco habitual. El botín, en cambio, suele ser reducido —combustible, motores, provisiones o pescado—, y esto marca la diferencia con otras latitudes, donde es común secuestrar tripulaciones para obtener rescates. En América Latina, el éxito radica en la rapidez.
De la pesca ilegal al narcotráfico
No siempre es posible trazar vínculos directos entre piratería y otras economías ilícitas, pero los espacios sí se entrecruzan: narcotráfico, trata de personas, robo de combustible o pesca ilegal coinciden en las mismas rutas.
En México, el Cartel de Sinaloa, el Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el Cartel del Golfo han extendido parte de sus operaciones al mar. Extorsionan a comunidades pesqueras para obtener información sobre rutas y utilizan sus redes para mover mercancía. La llamada “ley del silencio” rige en las costas.
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En Venezuela, algo parecido ocurre en el Lago Valencia, donde piratas extorsionan a pescadores exigiendo parte de sus ganancias diarias a cambio de “protección”.
La conexión más clara es con la pesca ilegal. Algunos pescadores, empujados por la precariedad de su labor, se convierten en piratas; otros, que ya operaban al margen de la ley, ven en los asaltos una forma más rentable de subsistir.