Ver la paja en el ojo ajeno es algo que hago habitualmente. Encontrar la viga en el propio, también. Me parece que mi rol en el mundo se centra en escudriñar lo que se halla oculto, escondido. Y quizás guarde un secreto. O un engaño. O una letra chica impresentable. O sea parte de un argucia. Desconfiar, desconfío. Siempre.
En mi trabajo de periodista esto puede ser un valor: conviene estar con las antenas atentas por si nos quieren ofrecer una información contaminada (“pescado podrido”, en la jerga comunicacional). Ahora está de moda -mundo globalizado- el fact checking. Los grandes periódicos del mundo han desarrollado desks para verificar que las informaciones de sus periodistas sean certeras. Ha habido casos paradigmáticos como la de Janet Cooke que en 1981 le hizo ganar un Pulitzer al Washington Post por una crónica inventada de un chico de ocho años adicto a la heroína.
Yo, en mis inicios, desconfiaba tanto que lo hacía hasta de mí mismo. Y así me fue: corría el año 1980, recién empezaba como último cronista de un vespertino de Rosario. Me mandaron a Casilda, iba el ministro de Educación de la dictadura. Dijo algo que daba a entender que empezarían a arancelar las universidades. Mi precario grabador no funcionó bien, no podía corroborarlo y preferí no escribirlo. ¡Para qué! Todos los medios lo tenían, menos nosotros. Sobreviví pero aprendí algo: una cosas es corroborar, otra es la obsesión patológica por la seguridad. Esta búsqueda extrema agota y no suele tener los mejores resultados. El mundo tiene dosis de incertidumbre y hay que saber convivir con ellas.
También me pasó con la salud: no les cuento cómo miraba cada estudio cuando mi esposa esperaba a nuestros dos hijos. Ya existía internet y fue difícil: siempre quedaba una hendija que permitía dudar si todo estaba bien -que lo estaba-. Por suerte, tuve la sabiduría de no comentarlo con ella.
¿Si aprendí algo? Quizás. Aún dudo si hay algo oculto, pero ya no intento ser el salvador que descubra la ultimísima verdad.