En ciencia y tecnología suele discutirse cuánto invertir. Es una pregunta relevante, pero incompleta. Tan decisivo como el “cuánto” es el “cómo”: la proporción entre investigación básica, aplicada y desarrollo. Durante los años 80, Argentina registraba unas 70 patentes por millón de habitantes, mientras Corea del Sur rondaba las 35. Hoy Argentina alcanza cerca de 9, y Corea del Sur supera ampliamente las 3.400. No se trata de una mera curiosidad estadística, sino de la señal persistente de una estrategia desbalanceada que dejó al país sin la masa de resultados transferibles que necesita.
No se trata de enfrentar la ciencia básica con el desarrollo, sino de alcanzar la proporción adecuada. Gestionar I+D+I implica administrarlo como un portafolio en el que conviven líneas de conocimiento fundamental con otras orientadas a resolver problemas concretos de la industria.
En la literatura, este enfoque se ha denominado investigar en el “cuadrante de Pasteur”: producir conocimiento con propósito de aplicación. Cuando ese equilibrio se logra, la rueda gira; y el hallazgo se convierte en patente, la patente en producto y el producto en exportación.
La magnitud del esfuerzo también importa, y hoy resulta limitada. Argentina invierte alrededor del 0,6% del PIB, por debajo de lo que destina su vecino más cercano y lejos de los niveles alcanzados en el hemisferio norte. Con ese piso, administrar bien cada peso es tan crucial como conseguir más. La evidencia muestra un avance que debe consolidarse: en los años 90, el sector empresarial aportaba cerca del 20% de la inversión en investigación y desarrollo; hoy ronda el 35%. Esa mayor participación privada acorta la distancia entre el laboratorio y el mercado y fortalece el círculo virtuoso de I+D+I.
Para organizar el esfuerzo, se proponen tres movimientos simultáneos.
En primer lugar, definir portafolios focalizados en pocas iniciativas estratégicas en los que una parte sustantiva del trabajo esté orientada a necesidades reales de la industria, sin abandonar una cuota de investigación básica que renueve el conocimiento.
En segundo lugar, facilitar la transferencia: reducir la fricción para registrar propiedad intelectual y transformar prototipos en productos. En tercer lugar, sostener la inversión conjunta entre sector público y empresas, de manera que el círculo virtuoso no dependa únicamente del presupuesto estatal.
Algunos se preguntan por qué se insiste en las patentes. No porque sean un fin en sí mismas, sino porque constituyen un indicador claro de la cadena que conecta el conocimiento con el valor. Allí donde surgen patentes aplicables, suelen aparecer productos competitivos y, con ellos, exportaciones que generan divisas. Si este circuito se interrumpe, todo vuelve a convertirse en un ciclo que reinicia cada año fiscal. Se necesitan resultados que se reflejen en el mercado.
Completar el circuito exige un cambio cultural. Implica organizar la ciencia para que encuentre sus canales de transferencia y, al mismo tiempo, preparar a las empresas para adoptar, invertir y escalar. Implica también comprender que la innovación no es un privilegio de países ricos, sino la vía por la cual el conocimiento se convierte en valor económico y social.
Las señales son alentadoras. Se observan cambios en dos frentes que históricamente avanzaron en paralelo: científicos que migran al sector privado y empresarios que se acercan a la ciencia y la tecnología. Cuando esas decisiones individuales se consolidan en vínculos estables, el país gana velocidad. Ahí reside la salida del estancamiento: en el equilibrio entre saber y hacer, y en un sistema que premie la llegada efectiva al mercado.