Cuando se analiza en conjunto el recorrido histórico de América Latina desde su descubrimiento, la sensación es de estar frente a un gran escenario de desencuentros y frustraciones, que obedece en gran medida a no asumir la historia tal como fue, con sus pasiones, errores, crímenes, virtudes, más allá de la libertad de interpretación.
En esa historia están las versiones oficiales y no faltan las obsesivas reescrituras, con leyendas, fábulas, ficciones épicas o narraciones à la carte, pero no hay dudas que cuando existen datos fehacientes, estos destruyen cualquier relato, aunque nunca faltarán los negacionistas.
El mundo está conmocionado por la geopolítica, las finanzas, las guerras, y distintos males que comprometen los derechos básicos de los seres humanos. Se invoca la libertad sin advertir que ésta se conquista con esfuerzo, y a menudo se alcanza a través de la cultura, la educación, la ley y la responsabilidad ciudadana.
No existe la libertad como realidad absoluta, sí existe la liberación. Al respetar la libertad del otro, esperamos recibir la misma consideración, aunque no faltan los crédulos, los débiles, los oportunistas, que la ceden a cambio de algún tipo de beneficio material o incluso tienen miedo de ejercerla, sin darse cuenta que con su esfuerzo se logra una mayor igualdad, que jamás se alcanzará con los que se apropiaron de la libertad de otros, algo patético en varios países latinoamericanos.
El problema de las desigualdades, de enorme trascendencia en la región, comienza en las instituciones, allí se tejen los privilegios y todo tipo de ventajas, al margen de la moral y la ética. La Revolución Francesa sostuvo que todos somos potencialmente iguales en base a que debemos tener las mismas oportunidades, y eso es lo que los ciudadanos le reclaman al sistema, que les da la espalda.
En América Latina es habitual que no se escuche al otro, por eso el diálogo resulta difícil, y es un problema para convivir de manera civilizada. La falta de una comunicación efectiva hace peligrar un futuro que sea favorable.
El poder se sigue construyendo con viejas fórmulas, cambian los actores (en ocasiones dentro de una misma familia), y se busca obsesivamente imponer el pensamiento único. Un dato históricamente relevante, es la gran cantidad de países de la región que en la segunda mitad del siglo veinte sufrió golpes de estado y dictaduras militares que llegaron a cometer atrocidades.
América Latina tiene una larga sucesión de tropiezos, interrupciones, fracasos, paréntesis… En su política, las puestas en escena son demasiado teatrales. La mesura, el equilibrio, la humildad, no son precisamente características de quienes ejercen el poder, salvo algunas excepciones.
Las dirigencias suelen carecer de «conciencia de límite», y la pasión por el poder hace que el líder se obsesione por conducir al electorado como si fuese un rebaño; discursos altisonantes, combativos, y una gestualidad con mucho más de lo que aparenta.
No falta la alusión a los riesgos, peligros y miedos, capaces de ganar elecciones. Buena parte de la ciudadanía está harta de las encerronas planificadas, que manipulan la opinión pública y la voluntad de la gente invocando el «libre albedrio».
El hiper-presidencialismo es un gran problema, pues, remeda a la «monarquía absoluta», por eso algunos sostienen que no tendría sentido el parlamento, cuyos miembros son votados por el pueblo, más allá de los privilegios que se autoconceden a espaldas de quienes representan y, transacciones opacas que también se verifican en otras instituciones del Estado.
A esto se suma la carencia de credibilidad en la justicia, vértice de la equidad, al extremo que en no pocos casos sus propios fallos la condenan. No hay república sin una verdadera división de poderes, y esto supera a la región…
Asimismo, no faltan dirigentes, medios, redes sociales e influencers que practican la desinformación. Y finalmente, en este vergonzoso parque temático, no se pueden omitir a las corporaciones, que además de incurrir en traspiés e irregularidades, exhiben comportamientos mafiosos.
Una cosa es cómo América Latina se autopercibe, y otra, cómo se la ve desde Europa, los Estados Unidos o el resto del mundo. La última pandemia produjo una fuerte impronta, más allá de la letalidad, y sus consecuencias graves están en curso.
Las migraciones son factores predominantes en el actual cambio cultural, ya que influyen en los aspectos socioeconómicos, políticos, institucionales, urbanos y ambientales. Es así como familias venidas de Europa del este, de Asia y de África, modificaron la fisonomía de algunas regiones a través de sus hábitos, costumbres y creencias religiosas.
Aparte de la búsqueda de mejores condiciones de vida, como sucede con el éxodo de latinoamericanos que pretenden ingresar a los Estados Unidos por la frontera sur, el motivo principal para emigrar son los conflictos armados, optando por países distantes de la guerra, aunque tengan otros problemas sociales.
América Latina vive en estado de alerta permanente, y es hora de que busque su propio destino, como lo hacen otros bloques, sin injerencias ni presiones de afuera, sin tutelajes de los que pretenden ser iluminados y tienen un pasado de potencia colonialista o el imperialismo les brota por los cuatro costados.
En verdad, se necesita una región organizada institucionalmente, efectiva en su accionar, que los cambios de gobierno no tuerzan el rumbo acordado por consenso. Claro que es fundamental que la ciudadanía se exprese abiertamente, que tenga un papel activo, y que exija a sus gobernantes el cumplimiento de los compromisos interregionales.
La estructuración de esta «unión en la diversidad» no puede limitarse a lo económico, mucho menos a lo ideológico. Las reglas de juego deben ser respetadas.
La realidad nos pone frente a una «Latinoamérica sufriente» y, la necesidad de dirigentes con «conciencia moral» que defiendan la vida, la libertad, la justicia, la paz. Las medidas humanitarias no deberían ser un recurso del clientelismo político.
Existe una América Latina profunda, que nada tiene que ver con las narrativas de la contrarrealidad ni con las pasiones de sus dirigentes. La región precisa repensarse con honestidad, lograr consensos y gestionar con inteligencia los disensos.