El comité noruego del Nobel ha decidido entregar el Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado, opositora radical de ultraderecha al gobierno de la Revolución Bolivariana.
El sesgo político es evidente. Entre los 338 postulantes nominados este año – varias de ellas organizaciones humanitarias y activistas pacifistas- el grupo encargado se decidió por otorgar la presea a quien en numerosas oportunidades alentó la imposición de sanciones, favoreció la insurrección interna y llamó a la invasión militar contra su propio país.
Si bien la decisión fue celebrada por las derechas en distintos lugares, esta tomó incluso por sorpresa a la Casa Blanca, cuyo director de Comunicaciones, Steven Cheung, en rechazo al despecho sufrido por el presidente de los Estados Unidos, señaló a través de redes sociales que “el Comité Nobel demostró que anteponen la política a la paz”.
Sin embargo, la nominación de Machado había sido impulsada desde el mismo riñón republicano, liderado por el actual Secretario de Estado Marco Rubio, permanente instigador contra las revoluciones cubana y sandinista, junto a otros parlamentarios del mismo partido.
Entre las numerosas críticas que recibió la noticia desde la ribera opuesta, el expresidente hondureño Manuel Zelaya Rosales- él mismo víctima de un golpe de Estado en 2009 – expresó: «El Nobel de la Paz otorgado a María Corina Machado es una afrenta a la historia y a los pueblos que luchan por su soberanía. Premiar a una golpista, aliada de las élites financieras y de los intereses extranjeros, es convertir el símbolo de la paz en un instrumento del colonialismo moderno».
Por su parte, el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel rechazó la maniobra política que calificó de “vergonzosa” y afirmó «La politización, parcialización y desprestigio del Comité Noruego del Nobel por la Paz ha alcanzado límites insospechados».
No es la primera vez que el premio se concede a figuras que poco han hecho por la paz, incluso que promovieron la guerra y el armamentismo. El ejemplo más reciente es el del ex presidente estadounidense Barack Obama, en cuyo mandato tropas estadounidenses combatieron en Afganistán, Irak y Siria. Otro caso flagrante es el de Henry Kissinger, laureado en 1973, quien fue un actor clave en el sangriento terrorismo de Estado en Latinoamérica en el marco del Plan Cóndor y en los bombardeos secretos en Camboya y Laos bajo la Operación Menú.
Al mismo tiempo, figuras referenciales de la No Violencia como Mahatma Gandhi, pese a haber sido nominados en varias oportunidades, nunca recibieron el galardón.
¿Por qué el premio no se ha otorgado a Greta Thunberg, que defiende la supervivencia del planeta con más valentía que todas las conferencias sobre el clima juntas?, se pregunta Partha Banerjee en su nota para Pressenza ¿O a José Andrés y World Central Kitchen, que alimentan a los hambrientos y desplazados en zonas de guerra desde Gaza hasta Haití? ¿Por qué no a los innumerables trabajadores de campo, médicos, profesores y constructores de paz de base en Sudán, Palestina, Somalia, Congo, Cachemira, Yemen o los campos de refugiados del Mediterráneo?
¿O a organizaciones como Mundo Sin Guerras y Sin Violencia, organismo humanista que ha desarrollado ya tres marchas mundiales por la paz y la erradicación de la violencia con participación masiva en más de cien países? ¿O a escritores, activistas y mediadores que colaboran con permanencia por la desescalación de los conflictos y la esencial reconciliación entre los pueblos?
La respuesta es obvia. Los miembros del comité Nobel sostienen una mirada permeada por la arquitectura geopolítica de cuño occidental, defensora de la democracia liberal manejada en la realidad por el poder corporativo. Eligen las figuras a ser veneradas públicamente, condenan al anonimato a verdaderos constructores de la paz y omiten, en su supuesta defensa de los derechos humanos, las necesidades de justicia y desarrollo de los pueblos.
Los miembros del comité, Alfred Nobel y su testamento
El comité responsable de la selección del Nobel es elegido por el parlamento noruego y está obviamente sujeto a la relación de fuerzas existente en este y a presiones externas que no provienen de la base social. El Instituto Nobel, que asiste al Comité, es una entidad privada. Todo esto impide ver a este premio como reflejo de una real voluntad popular universal.
Pese a las declaraciones emitidas por el comité, según las cuales Machado cumple con los requisitos para recibir el premio “por su incansable labor en defensa de los derechos democráticos del pueblo venezolano y por su lucha por lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”, esto se revela como una interpretación forzada y hasta dudosa, si se compara con el texto original del testamento.
Dicho texto, que actúa como base formal y legal del lauro, explicita que el premio – en la actualidad consistente en un diploma, una medalla de oro y 1,2 millones de dólares estadounidenses – será repartido “entre aquellos que durante el año precedente hayan trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y para la celebración o promoción de procesos de paz.”
Pero nadie puede apelar la decisión del intocable comité, lo que promueve una imagen propagandística que, lejos de abonar a su pretensión humanitaria y pacifista, fortalece un aura positiva en sus receptores y demoniza a sus adversarios, incluso legitimando agresiones armadas.
La estrategia de desestabilización y militarización regional
Premiar a Machado significa echar combustible a la actual amenaza contra el pueblo de Venezuela que supone el despliegue ilegítimo de buques de guerra – incluido un submarino atómico – y fuerzas militares de los Estados Unidos en el Mar Caribe. Todo bajo el subterfugio de una supuesta ofensiva contra el narcotráfico, similar en su esencia a la que sirvió para invadir Irak y Libia, asesinando a sus presidentes.
El cuadro de militarización de la región es promovido intencionalmente por el país del Norte. No se trata solamente de invadir la soberanía de Granada con radares y estacionamiento de tropas, el ingreso de fuerzas extranjeras a Ecuador o Perú, la introducción de ingenieros militares en el acuífero guaraní o el acuerdo con el presidente argentino de utilizar una base en Ushuaia. Todo ello sumado a las instalaciones militares permanentes que el ejército norteamericano tiene en Colombia y Honduras.
Se trata de una estrategia de incremento de la violencia generalizada que justifique, en la opinión pública, la represión y la mano dura, bajo la falacia de una mayor “seguridad” y una posterior militarización del espacio público. Esta estrategia se basa en un ciclo que comienza con la reducción de la protección social y el achicamiento del Estado -considerados gastos indeseables- y la precarización de las condiciones de vida de la población.
El paso siguiente del ciclo es el reclutamiento voluntario o forzado de jóvenes en las filas y los códigos del narcotráfico, lo cual conduce a un aumento del delito y la proliferación de armas y muertes. En vez de abordar el conflicto en sus raíces, como la falta de sentido vital que promueve el consumo masivo de estupefacientes, las inexistentes oportunidades de un futuro promisorio para las nuevas generaciones, junto a las falsas promesas de dinero rápido, la única respuesta consiste en perseguir, encarcelar y militarizar a las sociedades.
En términos geopolíticos, esta estrategia reemplaza lo que en su momento intentó la Alianza para el Progreso, ideada para contener a los movimientos revolucionarios de la región. Ahora se trata de cancelar cualquier avance progresista, proscribiendo políticamente a sus liderazgos y asentando un discurso y prácticas reñidas con la compasión y la solidaridad.
Problemático también es constatar la permanente necesidad estadounidense del “enemigo externo” como un intento para evitar que, en la etapa de decadencia en la que se haya sumida la otrora potencia, se consume una definitiva fractura interna.
Lo cierto es que cualquier ataque en territorio venezolano, ya sea de manera directa o a través de actores irregulares, desataría una hecatombe que pondría en riesgo la ya precaria situación de los pueblos de la región.
Un nuevo episodio bélico en América Latina y el Caribe, región declarada por la CELAC en 2014 como Zona de Paz, tiene sin duda como propósito final no solamente derrocar al gobierno bolivariano, sino retrotraer los avances de la Paz logrados en Colombia, continuar la ofensiva contra Cuba y Nicaragua y desestabilizar la situación en México, Brasil y Honduras, piezas fundamentales de la soberanía que se pretende extinguir.
En este cuadro se inscriben también la casi segura instalación de un gobierno derechista en Bolivia y el riesgo de que Chile quede nuevamente en manos de un gobierno filofascista. Perspectivas regresivas que es preciso evitar, no solo con resistencia y denuncia, sino con proyectos que renueven la esperanza y el apoyo popular.
Por lo contrario, el otorgamiento del premio Nobel de la paz a un personaje como María Corina Machado, actúa con un efecto similar a la invención que hizo rico a su legatario. Es dinamita para la Paz en América Latina y el Caribe.