El 12 de septiembre de 2024, el Movistar Arena fue escenario de la Liga Bazooka, uno de los eventos de batallas escritas más convocantes de la cultura Hip-Hop argentina. Con un marco imponente de público y una creciente presencia en redes, la Liga ha logrado posicionarse como un fenómeno de masas que hereda (o parece tender a eso) el lugar que alguna vez ocupó el freestyle en el centro del mainstream.
En esta edición, la batalla estelar enfrentó a Chili Parker —reconocido como uno de los máximos exponentes del circuito y pionero del rap argentino— y G Sony, histórico referente del freestyle, campeón de la Red Bull Batalla 2014 y figura consolidada en la escena. El duelo fue intenso, pero también polémico.
Durante su último round, Sony respondió a un tuit de Chili que banalizaba la desaparición forzada de Santiago Maldonado, y subió al escenario a Sergio Maldonado junto a otras personas, desplegando una pancarta que exigía justicia por Santiago. El gesto fue poderoso, pero también despertó una oleada de comentarios negativos en redes y en el propio video de YouTube, donde muchxs sostenían que “la política no debe mezclarse con el rap”.
Sin embargo, esa reacción plantea un problema: ¿por qué denunciar una desaparición forzada sería “politizar” la batalla, pero reproducir el discurso oficial que encubrió el caso, no? La postura de Chili Parker, que minimiza la responsabilidad del Estado en la muerte de Maldonado, no es neutral: coincide punto por punto con la línea del gobierno de Mauricio Macri y de Patricia Bullrich, entonces Ministra de Seguridad. Es un discurso que busca borrar el rol represivo del aparato estatal y convertir una desaparición en accidente. Y eso también es política.
Chili, además, ha sido señalado en varias oportunidades por sostener posturas afines a la agenda de la derecha: crítica al feminismo, rechazo al colectivo LGBTIQ+, apoyo al gobierno de Milei. En sus barras hay referencias violentas, como en su enfrentamiento con Blue One (México), donde volvió a mencionar el caso Maldonado de forma abiertamente burlesca y cosificante, ironizando incluso con el cuerpo del joven ahogado. Ese fragmento, lejos de ser sólo “provocación”, revela una ideología que se expresa sin tapujos bajo la lógica del entretenimiento.
“Todos te vimos naufragar por el escenario por olvidarte los rounds, manotazos de ahogado a full pero gracias a esos olvidos hoy vas a descubrir tu sexualidad. Esa es la laguna azul y para que podamos estudiarlo y aprender, la ciencia nos donó este cuerpo todo ahogado y pero en los papeles faltaba una firma y no lo vamos a poder estudiar este hippie fue MAL DONADO”
Frente a esto, hay una pregunta que no se puede eludir: ¿Hasta qué punto las batallas escritas son solo un “deporte verbal”, y cuándo se convierten en plataforma para discursos de odio?
El hip-hop, desde sus orígenes, fue una cultura de resistencia, de denuncia contra el racismo, la represión, la marginalización. En ese marco, las batallas —incluso las más crudas— siempre tuvieron una dimensión ética, donde el ingenio no debía ser excusa para legitimar la violencia simbólica o política. Hoy, en un contexto donde el gobierno de Milei ataca a la cultura, desfinancia el arte, y promueve un discurso abiertamente reaccionario, es clave preguntarnos desde qué lugar se rapea y a quién se le da voz.
La respuesta no está en censurar, sino en disputar sentidos. Las batallas escritas, con su potencia creativa, su masividad y su capacidad de llegar a nuevas generaciones, no pueden ser un canal más para los discursos del poder. Tienen que ser, como lo fueron desde el Bronx hasta nuestros barrios, una herramienta para visibilizar lo que duele, lo que se reprime, lo que se calla.